En la madrugada del 7 de agosto, en
Bormujos, pueblo cercano a Sevilla, robaron de la parroquia el Niño Jesús, que
pertenecía a la talla de San Antonio de Padua, imagen del siglo XVIII. Por suerte,
un día más tarde fue encontrado tras una cancela junto a la iglesia. El que no
hubiera ningún otro daño o desperfecto en la parroquia, me hace intuir qué ha
podido ocurrir. Para mí, que ha sido una chica que se lo ha querido llevar para
que el santo le consiga un novio. Pero le vendría el miedo por el alboroto que
se formó en el pueblo y lo devolvió enseguida.
Esta costumbre casamentera de San Antonio
de Padua, arraigada en Sevilla y alrededores, proviene al parecer del siguiente
suceso que se cuenta en la historia del santo.
Había en Italia una chica, hija de una
mujer viuda, que tenía unas ganas locas de casarse. Su sueño, y el de su madre,
era conseguir un buen partido que sacara a las dos de las apreturas de la vida.
La joven hacía novenas tras novenas a una imagen de san Antonio que tenía en
casa, pero parecía que el santo no le hacía el menor caso. Incomodada de su
sordera, arrojó su imagen por la ventana y vino a dar sobre la cabeza de un
transeúnte, que, frenético y furioso, penetró en la casa con ánimo de resarcir
tal ofensa. ¡Y llegó el flechazo...!
Esto se ha traducido, en versión sevillana,
en robar el Niño Jesús, que lleva entre sus brazos toda imagen del santo de
Padua y no devolverlo hasta conseguir su propósito de tener un novio.
Hace unos años, me contó el siguiente
sucedido don Francisco Cruces, párroco de San Pedro de Sevilla, un venerable cura
al que quise de verdad. En la parroquia hay un altar con la imagen de San
Antonio de Padua. Y un Niño Jesús en sus brazos, que muy bien puede ser
sustraído, subiéndose a una silla en un momento en que el templo se halle
vacío.
Acudió una chica a la sacristía y le
confesó al párroco:
–He tenido tentaciones de llevarme el Niño
Jesús de la imagen de San Antonio de Padua, pero me he arrepentido.
–¿Y para qué lo querías? –le preguntó don
Francisco Cruces.
–Para que me diera un novio.
–Pues, ea, llévatelo y cuando tengas novio
me lo traes.
Al mes volvió la chica con el Niño Jesús.
Había conseguido el novio.
Quisiera resaltar aquí la bonhomía de este
querido párroco. No todos hubieran tenido la misma salida que él tuvo. Confió
en la chica, la chica tuvo de San Antonio el novio, y aquí paz y después
gloria.
San Antonio de Padua es uno de los santos
más queridos de la cristiandad. Un santo verdaderamente internacional, amado e
invocado por multitud de devotos. ¿Me pregunto el porqué de su fama? Su aspecto
físico no era particularmente atrayente, más bien bajo y rechoncho, y murió a
los 36 años de hidropesía. Pero ahí está en el santoral de la Iglesia, en
primera línea: conviven en la veneración de este portugués la admiración por su
excepcional cultura con la fe de la gente humilde para quien siempre ha sido el
taumaturgo dispuesto a prestar el auxilio en todo aquello que se le pida.
Los portugueses le llaman san Antonio de
Lisboa, porque allí nació hacia 1195. Pero su vida discurrirá en Italia como
franciscano y morirá en Padua donde se halla enterrado en la basílica de su
nombre.
Santo popular, milagrero y querido de la
gente del pueblo, no solo es el santo de las chicas que buscan novios, también
de los objetos perdidos, y de tantas otras cosas que la devoción popular ha
encontrado en este santo. Es tradición que los estudiantes de Padua, cuando
llegan las fechas de los exámenes, se acercan sigilosamente a la basílica del
santo e imploran su protección especialmente ante el relicario que contiene su
lengua. Para que les ayude a mover la suya con sabiduría en el examen del día
siguiente. Los frailes recitan todavía la plegaria que san Buenaventura
pronunció el día que encontró incorrupta
la lengua entre los restos de san Antonio: «¡Oh lengua bendita, que siempre
bendijiste al Señor, e hiciste que otros lo bendijeran, ahora se ve cuán
grandes fueron tus méritos ante Dios!».
Su fama de
encontrar los objetos perdidos viene de un suceso que le ocurrió en la ciudad
de Montpelier. Un fraile robó al santo un cuaderno, donde había escrito unos
comentarios a los salmos. La oración del santo convirtió al ladrón, que devolvió
al propietario el objeto robado.
Un santo
tan querido por los fieles, que esperan de él tantos favores, no debe hacernos
olvidar la imagen del profundo
teólogo y gran pensador de su tiempo. Y si fue tan popular su predicación, fue
sencillamente porque se dirigía al pueblo en su propia lengua y no en un latín
que el pueblo no entendía. Pío XII, en 1945, lo declaró doctor de la Iglesia con el apelativo de Doctor
evangelicus.
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