Tú,
maravilla octava, maravillas
a
las pasadas siete Maravillas.
La Giralda, octava maravilla, supera –dice
el autor de estos versos que copio de un manuscrito de la Biblioteca Colombina–
a las Siete Maravillas del Mundo, numeradas en el tratado De septem orbis
miraculis, texto traducido del griego al latín por León Allatius y
atribuido falsamente a Filón de Bizancio, ingeniero que vivió en el siglo II
antes de Cristo. Para memoria de los lectores recuerdo las siete maravillas del
mundo antiguo, que eran: 1. Las pirámides de Egipto. 2. Los jardines colgantes
de Semíramis. 3. Las murallas de Babilonia. 4. La estatua de Júpiter Olímpico,
de Fidias. 5. El coloso de Rodas. 6. El templo de Diana en Éfeso. Y 7. El
sepulcro del rey Mausolo, en Halicarnaso.
Ser la octava maravilla se ha convertido en
proverbial, en cosa maravillosa que sobrepasa las siete maravillas de la
antigüedad. Pues esa maravilla octava es para el autor de esos versos primeros
y para todos los sevillanos la Giralda, llamada así por una figura de mujer, de
bronce, que gira como una veleta en el remate de la torre, vestida al estilo
romano, con una palma en la mano izquierda y un lábaro en la derecha.
Representa la Fe victoriosa y mide 3,48 metros. La estatua de bronce pesa algo
más de una tonelada. Es hueca, realizada en Triana, fundida en bronce por el
artillero (así se llamaba entonces a los fundidores) Bartolomé Morell.
Desde que en 1356 las cuatro bolas
relucientes que coronaban la torre mora cayeron por efecto de un terremoto, esta
se hallaba como despeinada, sin un no sé qué que la hiciera garbosa y bella.
Ese adorno se lo hizo Hernán Ruiz «el Mozo», cordobés, nombrado maestro mayor
de la catedral en 1556 a la muerte de Martín Gainza. El 17 de diciembre de 1557
presentó su proyecto de reforma de la torre. El 5 de enero siguiente, el
cabildo aprobó el trazado por él diseñado. Comenzaron las obras en 1560 y
terminaron en 1568 con la colocación de la estatua del Giraldillo el 14 de
agosto.
En el epitafio que se acordó dos meses
después, 6 de octubre de 1568 –hace hoy 449 años–, se la denominó «Coloso de la
Fe Victoriosa». En el muro de la torre frontero a la calle Placentines, debajo
de unas borrosas pinturas atribuidas a Luis de Vargas, hay una lápida con una
inscripción latina debida al canónigo Francisco Pacheco. Traducida al
castellano por el poeta sevillano Francisco de Rioja, dice así: «Consagrado a
la eternidad. A la gran Madre libertadora, a los Santos Pontífices Isidoro y
Leandro, a Hermenegildo, Príncipe pío, feliz, a las Vírgenes Justa y Rufina, de
no tocada castidad, de varonil constancia, Santos tutelares, esta torre de
fábrica africana y de admirable pesadumbre, levantada antes doscientos y
cincuenta pies, cuidó el Cabildo de la Iglesia de Sevilla, que se reparase a
gran costa en el favor y aliento de don Fernando de Valdés, piísimo Prelado;
hiciéronla de más augusto parecer, sobreponiéndole costosísimo remate, alto
cien pies de labor y ornato más ilustre; en él mandaron poner el coloso de la
Fe vencedora, noble a las regiones del cielo, para mostrar los tiempos por la
seguridad que tenían las cosas de la piedad cristiana, vencidos y muertos los
enemigos de la Iglesia de Roma. Acabóse en el año de la restauración de nuestra
salud 1568, siendo Pío V Pontífice óptimo máximo y Felipe II augusto, católico,
pío, feliz vencedor, Padres de la patria y Señores del gobierno de las cosas».
Cervantes, que conoció la Giralda antes y
después del airoso remate de Hernán Ruiz, la rememora en el Quijote al
narrar el episodio del caballero del Bosque: «Una vez me mandó (Casildea de
Vandalia) que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla, llamada
Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y sin mudarse de un
lugar, es la más movible y voltaria mujer del mundo». Y el ecijano Vélez de
Guevara, en El Diablo Cojuelo, califica a la Giralda torre «tan hija de
vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas».
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