Miguel Mañara, fundador del Hospicio y
Hospital de la Santa Caridad de Sevilla, fue un hombre santo, un místico
barroco, «uno de los más sublimes místicos españoles», lo ensalza Chaves en su
meditación sobre Sevilla en su bello libro La Ciudad.
Miguel Mañara fue un caballero de los
pobres, un lujo de Sevilla.
Miguel Mañara. Óleo de
Valdés Leal, Santa Caridad, 1687.
Exaltada su figura después de su muerte,
Sevilla quiso alzarlo a los altares y lo envolvió en la leyenda. Un siglo más
tarde, en el último tercio del XVIII, corrían por Sevilla más leyendas que
historia verdadera de Mañara: la mujer tapada, la joven que lo solicita desde
un balcón y aparece convertida en esqueleto, la callejuela del ataúd, la
contemplación de su propio entierro...
Ya en el XIX, estas consejas llegaron a
oídos de Próspero Mérimée, entonces un joven escritor francés que visitó
Sevilla. Y lo que fue pecado venial del pueblo sevillano, se convirtió en
pecado mortal en Mérimée y escritores franceses que le imitaron al asociar a
Miguel Mañara con Don Juan Tenorio.
Y de la leyenda pasó al mito. Todavía hoy
día la literatura francesa asocia su figura a uno de los tres grandes mitos
surgidos en torno a la ciudad: Fígaro, Carmen y Don Juan.
Sevilla lo ha exaltado, el francés lo ha
mitificado y la Iglesia ha sentido recato de llevarlo a los altares.
«Tal vez por eso mismo la ciudad debiera
hacer de él un símbolo y una definición —cuenta Chaves—. Bien lo merece; algún
día se hará algo definitivo sobre aquella genial e iliteraria literatura de
Mañara, algún día se concederá todo su valor al Discurso de la Verdad,
a las cartas y a las inscripciones que dictó, y entonces le emparentarán con
Jorge Manrique y con los místicos gloriosos de aquel sobrehumano seiscientos
español».
Pues a Miguel Mañara le gustaba el
chocolate. El chocolate era la bebida refinada en la Sevilla del XVII. Se
tomaba a todas horas, frío o caliente, solo o con bizcochos. Estaba de moda y
era un artículo de lujo. En la casa de Mañara era bebida común. Miguel, cuenta
Cárdenas, su primer biógrafo, «se había criado con este género de bebida». Pues
un día, tomó la resolución de no beberlo, por mortificación, «en tanto grado,
que estando retirado algunos días en la Cartuja, le llevaron aquellos Padres
una jícara de chocolate para que se desayunara, pero por más instancias que
porfiadamente le hicieron no lo pudieron reducir a que faltase a su propósito».
El chocolate, venido de América, fue motivo
de censuras como lo fue el tabaco. Los hombres de Hernán Cortés fueron los
primeros que apreciaron el cacao que los indios mexicanos utilizaban como
moneda de transacción y el suculento manjar, sólido o líquido, llamado
chocolate, que de él sale. En España fueron los franciscanos o quizá los
cistercienses los que primero apreciaron el valor del cacao y propagaron la
exquisita bebida caliente y nutritiva del chocolate, que satisfacía el paladar
y quitaba el hambre. Y de España pasó a Europa.
Grandes discusiones se alzaron por aquel
entonces sobre si el chocolate rompía el ayuno eucarístico o no. El padre
Escobar hacía el siguiente silogismo: Liquidum non fragit ieiunium (el
líquido no rompe el ayuno); es así que el chocolate es un líquido; luego no
rompe el ayuno. A este argumento se acogió entre otros el cardenal Richelieu,
ministro de Luis XIII de Francia, que lo tomaba a diario.
En Sevilla, la polémica del chocolate y el
ayuno llegó a los papeles con la publicación Tribunal Medicum, Magicum et
Politicum (Lyon 1657), del prestigioso médico Gaspar Caldera de Heredia, y
la controversia epistolar que posteriormente sostuvo con el cardenal Francisco
María Brancacio.
Enzarzados en estas disputas de escuela
sobre si el chocolate rompía o no el ayuno, esta bebida se hizo costumbre tal
que había señoras que en mitad de las largas funciones de iglesia eran servidas
por sus criadas. Ello propició que Inocencio XI (1676-1689) escribiese al
nuncio en Madrid para que solicitara de los prelados de estos reinos de España
remediasen ciertos abusos que habían llegado a su noticia, como es el tomar
chocolate en los templos. Y así, recogiendo el sentir de Roma, el arzobispo de
Sevilla Ambrosio Spínola formuló el 6 de agosto de 1681 excomunión mayor contra
aquellos que tomasen chocolate en las iglesias.
Ocurría que, llevados de la moda, tanto el
tabaco como el chocolate, o lo que fuera, se llevaban a las iglesias, donde la
gente fumaba, comía o bebía a placer. Si no hacía cosas de peor educación, como
el escupir.
Miguel Mañara se privó del chocolate, por
mortificación y de por vida.
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