viernes, 14 de diciembre de 2018

Juan de la Cruz en la hora de su muerte


El 13 de diciembre, día de santa Lucía, le dieron la extremaunción, «que recibió atentísimo, rezando y respondiendo al preste con los demás del convento».
El prior busca un libro con las recomendaciones del alma. Fray Juan le dice:
—Dígame, Padre, de los Cantares, que eso otro no es menester. Y el cantor por excelencia del amor pide que en la hora de su muerte le reciten del Cantar de los Cantares, que ha sido como la fuente de inspiración de su Cántico Espiritual.

Yo soy de mi amado,
y él me busca con pasión.

Y fray Juan «se inflamaba en aquellos retornos amorosos místicos que pasaban entre ella y Dios» —cuenta Alonso de la Madre de Dios. El Santo se sentía transportado ante la lectura de esas «amorosas sentencias», y repetía:
—¡Oh, qué preciosas margaritas!
Y es que se muere un poeta, el más sublime poeta místico. Traspuesto está con un crucifijo elevado en su mano.


 Preguntaba con frecuencia la hora. Como presintiendo llegado su momento.
—¿Qué hora es? —pregunta al enfermero.
—Las once.
—Ya se acerca la hora de los maitines que diremos en el cielo.
— ¿Qué hora es? —pregunta al cabo de un rato.
—Las once y media.
—Ya se llega mi hora; avisen a los religiosos.
A las doce, tocan la campana a maitines.
—¿A qué tañen? —pregunta el Santo.
—A maitines.
—¡Gloria a Dios, que al cielo los iré a decir!
El crucifijo que tenía en una mano lo entregó a un seglar que se hallaba en la celda, metió las manos debajo de la ropa, compuso todo el cuerpo y, sacando los brazos, tomó de nuevo el crucifijo. Cerró los ojos, pronunció las últimas palabras de Jesús en la cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, y expiró.
Llovía copiosamente en Úbeda. Era la madrugada del 14 de diciembre de 1591, sábado. Tenía fray Juan de la Cruz cuarenta y nueve años.

La carne lacerada
entrega a Dios el alma liberada.

Son los versos finales de un canto del poeta sevillano Adriano del Valle dedicado a san Juan de la Cruz.
Acudieron todos los frailes y rezaron en su celda un responso. Después, el padre Mateo y los hermanos Diego y Francisco lo amortajaron. Pusieron el cuerpo sobre una alfombra, lo llevaron a la iglesia y lo depositaron bajo un altar que estaba junto a las cuerdas que colgaban de las campanas. El hermano Francisco quedó aquella noche solo junto al cuerpo del Santo. Los frailes se retiraron a descansar.
—Este testigo —cuenta el hermano Francisco—, cuando se cansaba de doblar, se sentaba junto al cuerpo del Santo, sobre el cual se recostaba, y durmió; otros ratos volvía a doblar y a hacer lo mismo.
Con el nuevo día, acudió la gente al convento y, como ocurría en aquel entonces, trataban de arrancar del Santo lo que podían pillar de sus prendas u objetos personales. Hubo que defender el cuerpo del atropello, cosa no fácil. Un fraile dominico llevaba bajo el hábito un cuchillo para cortarle un dedo al besarle los pies. Pero le pareció que el muerto le miraba, tuvo miedo y se echó hacia atrás. No así un fraile mínimo que, al besarle los pies, le arrancó con los dientes una uña y se marchó tan contento.
—Desde la mañana hasta el mediodía fue tanto el concurso de gente, que, con tener guardas al santo cuerpo, apenas le podían defender ni darle sepultura.
Hoy nos da repelús estas actitudes, pero entonces era normal tener una reliquia de quien consideraban un santo, fuera como fuese. Peor que este expolio popular y espontáneo será el despojo oficial, cuando comiencen a destrozar el cuerpo con un dedo por aquí, un brazo por allá, para llenar de reliquias conventos deseosos de ello o para paliar conflictos de si este cuerpo debe permanecer enterrado aquí o allá. Igual hicieron con Teresa de Jesús, enterrada en Alba de Tormes totalmente mutilada.
—Acudieron los religiosos de esta ciudad, las comunidades de Santo Domingo, de San Francisco, de la Merced, de la Santísima Trinidad y de los Mínimos, y muchos eclesiásticos, toda la caballería y gente noble de esta ciudad y gente común de ella, todos por la fama de su santidad y a venerarle por santo.
En el funeral, predicó don Francisco Becerra, prior de la iglesia parroquial de San Isidoro de Úbeda, «persona muy grave, docta y espiritual». Terminó su sermón:
—No os pido, como se suele, encomendéis a Dios el ánima del difunto, porque nuestro difunto fue santo y está su alma en el cielo. Lo que os pido es que procuréis imitarle, y a él que nos alcance de Dios gracia.
Hubo pugna entre los religiosos de otras Órdenes por llevar el cuerpo a la sepultura. Y así, entre todos, lo enterraron en la misma iglesia, en el suelo.
—Se cumplió lo contrario de lo que el venerable padre deseaba y había pedido a Dios, que era morir donde no lo honrasen; pues tanto mayor fue la honra que nuestro Señor le previno en su muerte, cuanto él la había procurado huir en la vida.

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