–Mi amado y pequeño Juan Diego.
Aquel día de diciembre de 1531 una bella
Señora llama al pobre indio desde el cerro de Tepeyac. Le habla en su lengua:
«Juantzín, Juan Diegotzín», con una ternura que difícilmente se puede traducir
a nuestra lengua:
–Escucha, el más pequeño de mis hijos,
¿adónde vas?
Y el pequeño indio le contestó:
–Dueña mía y Reina mía, delicada doncella:
Tengo que ir a tu casa, en Tlatilolco en México, para cumplir los encargos
divinos que nos explican y enseñan nuestros sacerdotes, que son imagen de
Nuestro Señor.
Y la Virgen le manifestó:
–Sabe y ten seguro en tu corazón, tú que
eres el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María, la Madre
del Dios de la única verdad, Téotl. Soy la Madre de aquel por quien vivimos,
del Creador de los hombres, del Soberano de todo lo que está cerca y está
junto, del Señor de cielos y tierra. Deseo vivamente y me agradaría mucho que
en este lugar se me erigiera una capilla. En ella mostraré y otorgaré a todos
los hombres todo mi amor, mi misericordia, mi ayuda y protección. Pues yo soy
la Madre misericordiosa, la tuya y la de todos los pueblos que moran en este
mundo, de aquellos que me aman, que me invocan, que me buscan y que confían en
mí.
Y lo envía al obispo. Que se lo cuente al
obispo de México, don Juan de Zumárraga. Y el obispo no le creyó. Era necesaria
una prueba. Y la Virgen se la dio.
–Sube, tú que eres el más pequeño de mis
hijos, hasta la cumbre del cerro, donde me has visto y yo te di mis
instrucciones. Allí encontrarás diversas flores; córtalas y recógelas.
Era diciembre y sin embargo el indio Juan
Diego contempló un campo esponjado con las más bellas flores de Castilla. Las
envolvió en su capa y las llevó al obispo. Cuando extendió la capa, el rostro
del obispo se llenó de sorpresa y admiración. La imagen de la Virgen ha quedado
impresa en el sencillo manto del indio. Y el obispo la colgó en su capilla. En
lengua Náhuatl, se le llamó Tlecuantlapcupeuh (la que viene de la luz como el
águila de fuego) o tal vez Coatlaxópeuh (aplasté con mis pies la serpiente),
pero a los españoles estos nombres le sonaban a Guadalupe, como la Virgen
extremeña. Y así se le veneró, como a Nuestra Señora de Guadalupe.
El indio Juan Diego vivió el resto de su
vida cuidando la ermita que se levantó en honor de la Virgen guadalupana hasta
su muerte acaecida en 1548. El papa Juan Pablo II lo beatificó en México el 6
de mayo de 1990. Es el indio mensajero de la Virgen guadalupana. De raza
chichimeca, nació en Cuautitlán en 1474. Estuvo casado y su mujer se llamaba
María Lucía, quien recibió con él los sacramentos del bautismo y matrimonio. Un
alma sencilla de indio a quien la Virgen quiso dirigirse. Él la decía:
–Yo soy un campesino, un cordel, un
peldaño, el desecho del pueblo. Soy un mandado, una carga para todos.
Pero la Virgen le contestaba:
–Apreciado Juan,
respetable Juan Diego, el más pequeño de mis hijos, nada te asuste. ¿No estoy yo
aquí, que soy tu Madre?...
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