San Blas es uno de los catorce santos
«auxiliadores» de enfermedades especiales, cuyo culto se extendió a partir del
siglo XIV por Alemania y otros países de Europa. Un grupo de santos milagrosos
compuesto por los santos Blas, Erasmo, Pantaleón, Vito, Dionisio, Ciriaco,
Jorge, Egidio, Cristóbal, Agatón, Eustaquio, Catalina, Margarita y Bárbara.
El 3 de febrero es la fiesta de San Blas,
posiblemente el santo «auxiliador» más popular en la devoción de los fieles.
Existe una costumbre en Europa de que en ese día, en la iglesia, el sacerdote
aplique dos cirios encendidos en forma de cruz sobre la garganta de los fieles
e implore: «Que por la intercesión de San Blas, obispo y mártir, Dios te
libre de los males de garganta y de cualquier otro mal, en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo». Y también se bendice, en honor del mismo
santo, el pan, el vino y las frutas, para que al comerse no se padezca de las
afecciones de garganta y del dolor de muelas. Aquí en España, y en concreto en
el monasterio de Santa Inés de Sevilla, la costumbre ancestral se refiere a los
roscos bendecidos y a los cordones de San Blas, roscos muy ricos que se comen y
cordones que se cuelgan del cuello.
La devoción a San Blas se conserva en
Sevilla desde el siglo XIV, gracias a la familia Coronel. Los padres de doña
María Coronel, fundadora del monasterio de Santa Inés, poseían unos terrenos
cercanos al barrio de la Macarena y en él había una ermita, dedicada a San
Blas, que se ha conservado hasta el siglo XVIII.
Cuenta la leyenda que, en una de las
persecuciones del rey don Pedro el Cruel, doña María Coronel se refugió en esta
ermita familiar. Cuando entró de monja y fundó el monasterio de Santa Inés, la
ermita pasó a ser propiedad de la comunidad franciscana clarisa, que lo tuvo en
propiedad hasta que envejeció de tal modo que hubo de derribarla. La imagen del
santo, obra de Juan de Mesa, pasó a la iglesia del monasterio donde actualmente
recibe culto.
Nacido en Armenia, San Blas, que
posiblemente era médico, por su mucha virtud fue escogido por los fieles como
obispo de Sebaste, en Capadocia, la actual Anatolia. Nos encontramos en los
primeros años del siglo IV.
Pero en esos momentos estalló la persecución
de Licinio, colega del emperador Constantino. Licinio había firmado con
Constantino el edicto de Milán (313) que aseguraba la libertad religiosa para
los cristianos. Pero, habiéndose convertido en rival de Constantino por motivos
políticos, él, que controlaba las regiones orientales del Imperio, desencadenó
en su territorio una persecución religiosa contra aquellos que Constantino
protegía en Occidente.
Y así, para escapar de esta persecución,
San Blas se retiró a una montaña y se escondió en una cueva. Allí le visitaban
los fieles en busca del consuelo espiritual de su pastor, y también las bestias
salvajes, a las que dispensaba alimento y cuidados. Por ello San Blas es
conocido como protector de los animales.
Fueron los animales los que dieron la pista
de su escondite. Agrícola, gobernador romano de Capadocia, había enviado por
esos montes a unos cazadores de fieras salvajes para los juegos del anfiteatro.
Y un buen día descubrieron en la boca de una gruta en la que el santo se
hallaba en oración una manada de leones, lobos, tigres y osos que parecían
proteger el lugar. Informado Agrícola, ordenó a sus soldados que prendieran a
San Blas y lo llevaran al tribunal del gobernador. Obligado a renegar de su fe,
se negó y fue torturado, rasgándole las carnes con un cepillo de alambre, y
arrojado en prisión. Los cristianos no dejaban de visitar y consolar a su
obispo en la cárcel. Cierto día una madre angustiada le llevó a su hijo pequeño
con una espina clavada en la garganta.
La madre, con voz entrecortada, le suplicaba:
–¡Oh Blas! ¡Salva a mi hijo, que se está
muriendo!
El obispo puso su mano sobre la cabeza del
niño y suplicó al Señor:
–Señor Jesús, quita con tu poder la
espina de la garganta de este niño y procura también el mismo alivio a los que
estén afligidos de este mal y te invoquen como yo lo he hecho ahora.
Y el niño curó al instante.
Varias veces el obispo de Sebaste fue
llamado ante el tribunal donde hubo de confesar su fe cristiana en medio de los
suplicios. A su vuelta a la mazmorra le acompañaban los prodigios. A una pobre
viuda le devolvió el cerdo que había perdido devorado por un lobo.
Su fe y fortaleza se hicieron contagiosas.
Se cuenta que dos mujeres a las que habían intimidado para que ofreciesen
ofrendas a los dioses, arrojaron las imágenes de estos ídolos al río y
gritaron:
–¡Mirad qué clase de dioses son estos
que se dejan precipitar al río por débiles mujeres!
Y fueron martirizadas con muerte horrenda.
San Blas fue condenado también a ser
arrojado al río, pero hizo la señal de la cruz y comenzó a caminar sobre las
aguas. Llegado a la mitad invitó a los ejecutores de la justicia de Licinio que
vinieran a su encuentro. Sesenta y ocho intentaron responder al desafío, pero
se hundieron.
En ese momento, por invitación de un ángel,
el obispo ganó tierra firme ya que Dios quería poner fin a las pruebas y darle
la recompensa del cielo.
Agrícola condenó a San Blas a ser
decapitado y así fue, mientras él imploraba al Señor por todos aquellos que le
habían sostenido en su pasión y por los que, después de su muerte, implorasen
su asistencia.
El Señor, en una aparición, le dijo:
–¡He entendido tu plegaria y te concedo
lo que me pides!
Estos son retazos del acta martirial de San
Blas, su «passio», desgraciadamente de una época muy tardía y por tanto adornada
de leyendas y detalles fantásticos. Pero una cosa queda clara: San Blas fue un
buen hombre y buen obispo para sus fieles y un gran amigo de los animales.
Desde el siglo XIV en que florece su fama como santo «auxiliador», San Blas es
invocado especialmente por aquellos que padecen algún mal de garganta.
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