El
cardenal Bueno Monreal nació hace ciento diez años, 11 de septiembre de 1904, en Zaragoza,
hijo de don Abel Bueno, profesor de dibujo, y de doña Paquita Monreal. A los
diez años ingresó en el Seminario de Madrid, donde simultaneó los estudios
eclesiásticos con los de Bachillerato en el Instituto de San Isidro. Pasó a
Roma donde se doctoró en Teología y Derecho canónico. Ordenado de sacerdote en
1927 por el cardenal Merry del Val, volvió a Madrid y ejerció de profesor de
Moral, fiscal de Tribunal Eclesiástico y canónigo doctoral. Por aquel tiempo
publicó su obra Instituciones de Derecho Público, que sirvió de
asignatura en muchos seminarios de España. Al estallar la guerra del 36 se
refugió en la embajada de México, donde permaneció durante cinco meses,
pudiendo salir al extranjero por un puerto del Mediterráneo. Pasó por Bélgica,
Portugal, Badajoz y por último Zaragoza, ya casi al final de la guerra,
haciendo de párroco en el pueblecito de Munébrega, de la diócesis de Tarazona,
tan recordado por él. En Madrid está un tío suyo, cura, don Santiago Monreal,
que fue decano de la Rota española. Dirá con sorna Bueno Monreal que, en su
nombramiento de obispo de Jaca, tuvo más influencia su tío que el mismo
Espíritu Santo. De Jaca pasó a la diócesis de Vitoria y en noviembre de 1954 a
Sevilla, como arzobispo coadjutor del cardenal Segura.
Los
tres años de convivencia paralela junto a Segura da para un tratado aparte y de
ello ya he escrito en mi «Semblanza de un cardenal bueno», que anda por las
librerías.
Era un hombre sensible y, aunque con ese
natural suyo pareciera que nada le afectaba, sufría interiormente ante los
problemas, a veces insolubles de la diócesis. Sufrió especialmente por sus
sacerdotes. La grave crisis de adaptación tras el Concilio Vaticano II produjo
un derrame de secularizaciones, que le afectaron sobremanera. Y
secularizaciones tan notorias como, por ejemplo, la del rector del Seminario.
A
pesar de tantas defecciones, no he oído a cuantos he conocido en esas
circunstancias que no hablase bien del cardenal Bueno y de que no hubieran sido
acogidos con caridad extrema.
Era
un hombre de una bonhomía proverbial. Agudo, irónico, con sentido del humor.
Nos han quedado de él mil y una anécdotas que reflejan el talante del cardenal
Bueno. El clero sevillano, cuando surge la conversación, —y surge porque se le
recuerda con cariño, su figura no ha muerto entre nosotros— lo adoba con
multitud de anécdotas curiosas que adornan la figura de un arzobispo que tan
cerca y tan humanamente estuvo de sus sacerdotes. En esto, como en tantas otras
cosas, fue la página contraria de su antecesor Segura.
El
patio del palacio arzobispal no sólo fue lugar de encuentro de los curas,
sirvió también de encierro de no pocos grupos obreros en protesta de sus
reivindicaciones en tiempos del franquismo. Tenía que salir luego el cardenal a
la puerta, cuando ya se marchaban, para hacer evacuar uno a uno y que no fueran
pillados por la policía.
En
agosto de 1973 se encerraron trabajadores despedidos de Montajes Aguirrezabala
y mantuvieron el encierro durante cinco días. Cuando salieron, no hubo
sanciones ni detenciones por parte de la policía gubernativa.
La
revista de humor «El Hermano Lobo» puso en las fauces de este animal la
siguiente pregunta:
—¿Cuándo
van a poner pensión completa en el palacio arzobispal de Sevilla para
trabajadores recluidos?
Y
el lobo responde:
—El
año que viene, si Dios quiere.
Volvía
el cardenal Bueno Monreal de Écija de una visita pastoral. El chófer corría
porque el cardenal venía mal del vientre, que esto también pasa a los
cardenales. Y se encontró con el palacio arzobispal lleno de gente, que protestaba
no recuerdo de qué. Esta vez no se trataba de obreros, era otra clase de gente.
Y el cardenal, entretenido por ellos y con deseos de llegar cuando antes a su
cuarto, despojarse de sus capisayos y de... Por fin pudo librarse. Arriba, en
las escaleras, le aguardaban las dos monjitas.
—¡Ay,
señor cardenal! ¡Qué día hemos pasado! ¡Son comunistas!
Y
el cardenal les respondió:
—¡Peor
aún, son cristianos!
Se
presentaron en palacio Clemente y Corral, del Palmar de Troya, ya de obispos.
Cuando llegaron ante Bueno Monreal, los miró de arriba abajo, él que iba
vestido con una simple sotana, y exclamó:
—¡Desde
luego, no os falta un detalle!
Con
sus zapatos de pastor, con sus medias color púrpura, y su báculo, Bueno Monreal
descansa en la capilla de San José de la catedral de Sevilla bajo una sencilla
lápida de bronce, el que ha sido el obispo más querido de sus curas en el siglo
XX después del beato Spínola.
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