Ha comenzado el curso escolar y ello me da pie para recordar el paso de san
Juan de la Cruz como alumno del colegio de los jesuitas de Medina del Campo. Y
añorar y agradecer yo también los estudios humanísticos que recibí de ellos en
la Universidad de Comillas. Si a lo largo de los años he sabido hilar una
palabra con otra con un cierto arte, lo debo, sin duda, a las Humanidades que
me impartieron. Pero hablemos de Juan de Yepes, que aún no se llamaba Juan de la
Cruz.
El Santo acude a sus aulas en 1559. Las clases son gratuitas. En 1560,
segundo año de Juan de Yepes como colegial, la comunidad jesuítica estaba
compuesta por trece miembros: cuatro sacerdotes, cuatro escolares y cinco
hermanos coadjutores. «De aquí se deduce que Juan de Yepes tuvo como profesores
a jóvenes jesuitas escolares pero que llegaban a la Compañía equipados con
frescos títulos universitarios obtenidos en las Universidades de Salamanca o
Alcalá».
En latín, tuvo de profesor al padre Gaspar Astete, que será célebre, más
que por sus latines y obras ascéticas, por su Catecismo de la Doctrina Cristiana, publicado en 1599 y que ha
gozado de más de seiscientas ediciones.
Es posible que también tuviera de profesor o, al menos, conoció, al padre
Jerónimo Ripalda, que hizo la profesión solemne de sus votos de jesuita en
Medina el 25 de marzo de 1558 y es autor de otro célebre Catecismo que ha
recibido igualmente numerosas ediciones. Ripalda será confesor de Teresa de
Jesús en Salamanca y, maravillado
con la lectura del Libro de la Vida donde relata la fundación del primer
Carmelo de Ávila, pedirá a Teresa que busque ratos para redactar el Libro de
Fundaciones. Y Teresa comenzó a escribir de los siete conventos que hasta
entonces tenía fundados.
Pero el jesuita que le dejó una huella más profunda en su formación
humanística fue el padre Juan Bonifacio, muy joven aún, cuatro años mayor que
Juan, pero que ya era, a pesar de su juventud, lo que los años decantarán como
un insigne pedagogo. Impartía clases en Retórica, es decir, a los cursos
mayores, y era además el director de estudios.
La pedagogía del padre Bonifacio se basaba en tres principios: tratar con
amor a los discípulos; no basta «saber hacer», es necesario «hacer hacer», es
decir, la puesta en práctica con traducciones directas del latín, sin frenarse
en la sola memoria de una serie de reglas y preceptos gramaticales; y tomar del
humanismo de los autores clásicos latinos (Cicerón,
Virgilio, Séneca, Horacio, Marcial, César, Salustio, Livio, Curcio...) la forma, pero sustituir el fondo de su espíritu
agonizante por el humanismo cristiano. También les
daba a traducir a sus discípulos fragmentos de literatura patrística e himnos
del breviario.
Funcionaba entonces la pedagogía del palo tieso, que se resumía en ese
aforismo ya clásico: «La letra con sangre entra». Y el padecimiento por doquier
de unos maestros ignorantes que sólo sabían algunos trozos de mal latín y
ciertas argucias gramaticales por esos pueblos de Castilla.
–No había maestros bien formados que enseñaran a hablar y a escribir con
elegancia– se lamenta Juan Bonifacio.
Y añade:
–¡Cuando me acuerdo de los azotes que me dieron...!
Era general la enseñanza del palo y la ignorancia de los maestros. Juan
Lorenzo Palmireno, pedagogo y humanista valenciano contemporáneo, refleja con
anécdotas sabrosas el pésimo estado de la enseñanza de su tiempo en su libro
autobiográfico El estudioso en la aldea,
que influirá en el Fray Gerundio de
Campazas del padre Isla.
Erasmo, desde Rotterdam, definirá así al pedagogo:
–No deja nunca la vara de las manos; es un hombre de horrible catadura,
deforme, cruel, furioso, arrebatado y violento, un verdadero verdugo... El
resultado de este método de educación es que los niños aborrezcan con toda su
alma el estudio.
Y Montaigne,
desde Francia:
—Visitad un
colegio a la hora de las clases, y no oiréis más que gritos de niños a quienes
se martiriza; y no veréis más que maestros enloquecidos por la cólera.
Luis Vives, de
quien se muestra discípulo Juan Bonifacio, escribirá:
—Mucho se
engañan los que, queriendo dar a sus hijos una educación esmerada, los envían a
ciertos colegios, pues los maestros que en ellos suele haber son avaros, sucios
y groseros, a veces molestos, intratables, iracundos y de malos sentimientos, y
quiera Dios que en vez de maestros no se encuentren allí alguna vez con viles
mujerzuelas.
Era lo que se
estilaba. Los instrumentos favoritos del pedagogo eran el látigo y la vara.
Juan Bonifacio, que también había sufrido en sus carnes cuando niño los rigores
del palo, escribirá un libro que se hará clásico: Christiani pueri Institutio, Institución del niño cristiano. Aún no
había nacido la famosa Ratio studiorum,
el célebre código pedagógico de la Compañía de Jesús que reguló años después la
enseñanza y la educación de los colegios jesuitas. Bonifacio será el que lo dé
a conocer en España.
Pero ya hay
atisbos pedagógicos en el colegio de Medina de lo que sería clásico en la
enseñanza jesuítica. Traducciones del latín y composiciones latinas, uso del
latín en las clases, redacciones literarias y versos, obras teatrales, actos
públicos...
Juan de la Cruz
tuvo suerte en su formación. Frecuentó un colegio con el sistema más novedoso
del momento. Agradecerá en su interior, porque no deja señales en sus escritos,
la enseñanza recibida de los jesuitas, como yo agradezco los estudios
humanísticos recibidos en la Universidad de Comillas, aquella vieja Universidad
asentada en el siglo pasado en la peña de La Cardosa al filo del Cantábrico.
El colegio de Medina que frecuentara Juan de Yepes ya no existe. La iglesia
es lo único que permanece en pie, convertida en parroquia de Santiago.
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