El
domingo 13 de septiembre de 1598, cuando los niños de El Escorial cantaban la
primera misa del alba, muere en un gabinete contiguo el rey Felipe II. Aquella
noche, tras el despertar de su último coma, sabiendo que era el final, el
monarca, una pura llaga en el lecho que le acoge, asió con su mano diestra el
crucifijo, que asistiera al tránsito de su padre Carlos V, y con la siniestra
un cirio encendido... A las cinco de la mañana, al despuntar la aurora, murió.
Corrió
la noticia por Madrid y pocos días después se supo en Sevilla. Inmediatamente
se reunió el Concejo sevillano y acordó el nombramiento de unos diputados para
la compra y reparto de los lutos. Como estos subieran desmesuradamente, el
Cabildo se vio obligado a poner un precio máximo a los paños y bayetas negros.
La orden fue pregonada en las Gradas, frente a la Alcaicería y a las puertas
del Ayuntamiento, según la costumbre. La ciudad entera tenía que vestirse de
negro.
–Que
todas las personas, vecinos y moradores, estantes y habitantes en ella, así
hombres como mujeres, traigan luto por Su Majestad, declarando que las personas
que pudieran, traigan capas largas y caperuzas, y las que no, traigan sombrero
de fieltro con toquillas, so pena de diez días de cárcel, y las mujeres tocas
negras; y así mismo se pregone que no haya juegos, danzas ni otros regocijos,
so pena de la misma pena.
Para
las personas del Cabildo, ¿cómo habían de ser los lutos? ¿De paño? La Ciudad
está en grandes necesidades y empeños, y no tiene caudal con que poder gastar
ocho o nueve mil ducados que costarán los lutos. ¿De bayeta de Flandes? La
Ciudad puede muy bien representar su sentimiento con esta tela decente y más
barata. A cada munícipe se entregó dos mil maravedíes para la compra de su
traje.
En
fin, que la ciudad se puso de luto. Y comenzaron los preparativos de las honras
fúnebres. En el grandioso túmulo levantado en la Catedral, en el crucero, entre
el altar mayor y el coro, intervinieron los pintores Alonso Vázquez, Francisco
Pacheco, Vasco Pereira y Juan de Salcedo; los escultores Juan Martínez Montañés
y Gaspar Núñez Delgado; y los arquitectos Juan de Oviedo, Juan Martínez, Diego
López y Martín Infante.
Después
de no pocas demoras, por fin se asignaron los días para el solemne funeral: 25
y 26 de noviembre de 1598. Y el día de san Andrés, 30 de noviembre, para sacar
y alzar por las calles de la ciudad el estandarte real para la proclamación
oficial del nuevo reinado.
La
tarde del 25 de noviembre discurrió en paz. Hubo vísperas a las dos de la tarde
y en ella participaron todas las religiones de la ciudad. El escándalo se armó
en la mañana del 26, en la misa solemne. Se hallaba ausente el cardenal don
Rodrigo de Castro, llamado a la corte por Felipe II para que acudiera a
Barcelona a recibir a la archiduquesa Margarita que venía para casar con el
príncipe heredero. El cardenal llegó a Madrid tres días antes de la muerte del
rey. La misa fue presidida por el canónigo Luciano de Negrón y el sermón fue
encargado al maestro fray Juan Bernal, de la orden de la Merced. En la capilla
mayor, en sus lugares respectivos, se hallaban representadas las fuerzas vivas
de la Ciudad. Por el Cabildo secular, el licenciado Collazos de Aguilar,
teniente mayor, por ausencia del Asistente conde de Puñonrostro. La Real
Audiencia, por su Regente el licenciado Pedro López de Alday. Y el Tribunal de
la Santa Inquisición en pleno.
Comienza
la misa. El Cabildo Catedral, a través de su secretario, Juan de Villavicencio,
formula su queja a la Audiencia por tener sus asientos cubiertos con bayeta
negra. Los escaños deben aparecer sin respaldar, dice, como los de los demás.
Le acompañan el canónigo Villa-Gómez y el maestro de ceremonias Martín Gómez.
La queja viene formulada en un papel y los clérigos acuden con los bonetes
puestos. El Regente les contestó que, si tienen que hablar, hablen como en la
Audiencia, destocados.
—¿Pero
es que estamos en la Audiencia? Que lo notifique otro.
Y
se dieron la vuelta.
El
asunto llega a la Inquisición. Y la Inquisición se solivianta. Se ha dicho el
Evangelio «con quietud y sosiego». El predicador ya se encuentra de rodillas a
la espera de echar su sermón. El secretario de la Inquisición, Ortuño Briceño,
hombre metido en carnes, según las crónicas, se acerca a la Audiencia para notificarles
que han sido excomulgados. La Audiencia no los deja pasar. Y desde unas gradas
del cuerpo principal del túmulo lanzó a voz en grito que quedaban excomulgados
los señores de la Audiencia Gaspar de Vallejo, Baltasar de Lorenzana y Jiménez
Guerra. Y se armó la trapatiesta.
La
ceremonia no pudo continuar al haber excomulgados en el templo. El preste se
retiró a la pequeña sacristía que hay tras el altar mayor y continuó en
solitario el sacrificio de la misa. El fraile predicador se quedó con la miel
en los labios. La Audiencia se armó de paciencia y no se movió de su lugar. El
Cabildo Catedral cerró el coro y se trasladó a la sala capitular a deliberar.
Pedro de Escobar Melgarejo, procurador mayor de la Ciudad, que ha mediado en el
asunto, fue preso por la Audiencia y llevado a prisión. Un clérigo, que iba a
ser prendido, tuvo mejor suerte: escapó por piernas. Tumultos, gritos,
insultos. Nadie se mueve de sus asientos. Y así, para qué continuar, por poner
unas bayetas negras en el respaldar estuvieron hasta las cuatro de la tarde.
Por fin medió el marqués de la Algaba y la Inquisición absolvió a los
excomulgados. Los últimos en abandonar la Catedral fueron los de la Audiencia.
Hubo
las consabidas apelaciones al rey y al Consejo. La respuesta de Madrid llegó un
mes más tarde. Que se celebren las honras fúnebres «sin que se pongan bayetas
en los bancos». El 30 de diciembre se celebraron las vísperas y el último día
del año la misa solemne de funeral. Sin novedad, en paz y aparente armonía.
Fray Juan Bernal pudo echar su sermón, que fue publicado. Y Felipe II, desde la
otra vida, recibió los sufragios esperados de la ciudad de Sevilla.
Días
antes, el martes 28 de diciembre, estando Ariño en la Catedral contemplando el
monumento funerario, «entró un poeta fanfarrón y dijo una octava sobre la
grandeza del túmulo».
Ariño
copió la poesía en sus Sucesos de Sevilla, ese es su mérito, pero bien
se ve que no fue una octava sino un soneto, de los sonetos en lengua española
más célebres y recitados, inmortalizado por aquel acontecimiento. El «poeta
fanfarrón» del cegato Ariño no era otro que Miguel de Cervantes que, si bien no
había publicado aún El Quijote, hacía dos años que era ensalzado por su
obra La Galatea. El soneto, con estrambote, es aquel que dice...
¡Voto a Dios, que me espanta esta
grandeza
y que diera un doblón por describilla!;
porque ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta belleza?
¡Por Jesucristo vivo! Cada pieza
vale más que un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran
Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y riqueza!
Apostaré que el ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
el cielo, de que goza eternamente.
Esto oyó un valentón y dijo: «Es cierto
lo que dice voacé, seor soldado,
y quien dijere lo contrario, miente».
Y luego, encontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró de soslayo, fuese, y no hubo nada.
Y
aquí termina la historia de uno de los sucesos más celebrados y chuscos
ocurridos ante el altar mayor de la Catedral hispalense.
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