La Orden
carmelita conmemora el IV Centenario de la muerte del padre Jerónimo Gracián.
Murió el 21 de septiembre de 1614, festividad de san Mateo, en el convento de
los carmelitas calzados de Bruselas «el amigo de Teresa de Jesús», o si
queréis, «el hombre de Teresa de Jesús», como titulo dos de mis libros. Jerónimo
Gracián tenía 69 años de edad. Había llegado a Flandes siete años antes,
después de una larga vida que él resume en un libro póstumo titulado Peregrinación de Anastasio, donde vuelca
en dieciséis diálogos «todos sus trabajos, afrentas, cautiverios, naufragios,
fundaciones de los descalzos, sus libros que ha compuesto, y, finalmente, su
espíritu y las revelaciones que acerca de él y de sus sucesos ha tenido la
madre Teresa de Jesús y otras descalzas».
Jerónimo
Gracián ha sido el gran desconocido de la Reforma teresiana. Pero no tengo duda
de que fue el hombre de Teresa de Jesús, «su hombre» entre los que se movieron en
torno a la Santa de Ávila. Históricamente se ha asociado a santa Teresa la
figura señera de san Juan de la Cruz, y es justo y razonable, pero no pocos se
sorprenderán de que tuvo con Jerónimo Gracián una mayor comunicación y trato.
Cuando Teresa
conoció a Gracián, hubo en ella, si vale la expresión, como una especie de
flechazo. En su Relación 29 describe la Santa esta amistad con una
atrevida imagen con Cristo de «casamentero»: «Tomónos el Señor las manos
derechas –dice ella– y juntólas y díjome que éste quería tomase en su lugar
mientras viviese y que entrambos nos conformásemos en todo». A Rubeo, general
de la Orden carmelita, le escribe: «Gracián es como un ángel», un ángel que
alegró su vejez. Y a Felipe II le confiesa: «Verdaderamente me ha parecido un
hombre enviado de Dios y de su bendita Madre... para ayuda mía, porque ha más
de diecisiete años que padecía a solas con estos Padres del paño [los calzados]
y ya no sabía cómo lo sufrir, que no bastaban mis fuerzas flacas».
A él dedicó Teresa
todo un capítulo, el 23, de su Libro de las Fundaciones, donde
dice: «Hombre de muchas letras y entendimiento y modestia, acompañado de
grandes virtudes toda su vida».
Jerónimo
Gracián fue un talento natural –le viene de familia paterna y materna– bajo una
piel apacible, bondadosa, más bien ingenua. Su padre, Diego Gracián de Alderete,
fue secretario de lenguas en las cortes de Carlos V y Felipe II, traductor de
los documentos que llegaban a la corte en latín o griego. Su madre, Juana Dantisco,
fue hija natural de Juan Dantisco, embajador del rey de Polonia en la corte
imperial, que terminará siendo obispo de Vernia y Culmas en Polonia.
Jerónimo
Gracián salió el más listo de la camada de ocho hermanos, que tampoco fueron
tontos. Él era el cuarto y a los once años ya leía con fluidez en latín y
griego. Estudió en Alcalá y al terminar sus estudios, con notas brillantísimas,
sin un motivo aparente, se inclinó por entrar en el Carmelo descalzo en 1571,
una orden incipiente, sin relieve social y de dura penitencia. Teresa y Gracián
se conocerán años después, en 1575, en Beas de Segura (Jaén), nueva fundación
de la Santa. Gracián venía de Sevilla, donde había fundado el convento descalzo
de los Remedios.
Y sucedió lo
que yo llamo un flechazo, un enamoramiento a lo divino, entiéndase bien, que
Teresa ya es una mujer madura de 60 años y Gracián solo tiene 30. Es bien
conocido ese dicho de Teresa, tras una reprensión afectuosa de Gracián ante sus
muestras de cariño:
–¿No sabe –contestó
a Gracián– que cualquier alma, por perfecta que sea, ha de tener un
desaguadero?
En la Reforma
de la descalcez carmelitana hay una novedad con respecto a las otras Religiones:
Una mujer inicia la Reforma y apremia a los hombres a seguirla. Ella es la reformadora,
de mujeres primero y de hombres después. Lo que resulta novedoso, casi
revolucionario, para el mundo del siglo XVI.
Para estos necesita Teresa un correformador,
podríamos decir, que le ayude en su empeño. Y ese es Gracián, no Juan de la
Cruz, ensimismado más bien en su monte Carmelo, aunque llegó a la Reforma
primero. Sin embargo, ante la Historia, fue Gracián quien pagó «los platos
rotos». Teresa subió a los altares; Gracián cayó en el ostracismo.
Tras la muerte
de la Santa, después de no pocas vicisitudes, será expulsado de la Orden en
1592, marchará a Roma, será pillado por piratas y pasará en Túnez cerca de dos
años de cautiverio hasta ser rescatado. Volverá a Roma al servicio de un
cardenal y terminará en el exilio en tierras de Flandes, siendo recogido por
los calzados, en cuyo convento de Bruselas murió.
Una figura
apasionante que os invitaría a conocerla mejor. La historia de un fracaso, si
se mira con los ojos de este mundo. Pero Jerónimo Gracián fue, como dijo alguien,
«un quijote de la fe», «un Job de su siglo». Los carmelitas descalzos se han dado
golpes de pecho y han reivindicado su figura en el siglo pasado. Finalmente, en
1999, el Definitorio General de la Orden Carmelita Descalza declaró revocada
definitivamente «la sentencia de expulsión de la Orden contra el P. Jerónimo
Gracián, hijo y discípulo predilecto de nuestra Madre Santa Teresa de Jesús,
como gesto oficial de rehabilitación y de reparación por la injusticia de que
fue víctima». Y propuso la introducción de su causa de beatificación.
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