Acaba de salir a la luz el libro «Pío XII versus Hitler y
Mussolini». Podría hacer aquí una crítica del mismo, pero no puedo puesto que
soy su autor. Y como no tengo abuela, seré yo quien lo alabe. Publicado por la
Editorial Monte Carmelo, es un libro de 530 páginas, donde describo el ambiente
maléfico que se vivió en la Segunda Guerra Mundial y la presencia en esos
momentos históricos de un papa llamado Pío XII y su contrapunto en las figuras
de Adolf Hitler, el Führer nazista, y Benito Mussolini, el Capo fascista. Pío
XII fue calumniado al ser llamado «el Papa del silencio», por no denunciar el
Holocausto o muerte en los campos de exterminio nazis de seis millones de
judíos, y también «El Papa de Hitler», título de un libro del exseminarista
inglés John Cornwell, que calificó a Pío XII como «el clérigo
más peligroso de la Historia moderna». Luego se arrepintió y matizó sus tesis
calumniosas, pero la piedra infamante ya estaba lanzada.
Aunque hay
antecedentes, lo principal de esta leyenda negra contra Pío XII comenzó en
1963, cinco años después de su muerte, con una obra de teatro titulada «El
Vicario» de un tal Rolf Hochhuth, que fuera de las juventudes hitlerianas y
que, para descargar toda la basura de mala conciencia de un pueblo alemán en
connivencia con ese monstruo de Hitler, buscó un chivo expiatorio, fuera de
Alemania, en la figura de Pío XII, como el artífice del mal. Si Pío XII hubiera
hablado, Hitler no hubiera hecho lo que hizo. ¡Qué simpleza!
¿Quién era Pío
XII?
Alto de estatura, 1,82 m., de carnes magras, 57 kilos, rostro
pálido y enjuto y nariz aquilina, mirada ascética en unos ojos negros
penetrantes tras los cristales redondos de las gafas, manos diáfanas sobre el
pecho, y un porte señorial que impresionaba cuando aparecía en la basílica de
San Pedro subido en la silla gestatoria. O cuando abría sus brazos en cruz,
transfigurado e inhiesto como el Cristo de Corcovado de Río de Janeiro. Era una
presencia que imponía. Como diría el escritor francés Henri Bordeaux, «tiene la
sublime grandeza de un cuerpo mortificado, casi traslúcido, que parece
destinado a servir solo de cubierta para su alma».
Harold Tittmann, diplomático norteamericano, refugiado en el
Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial, redactó unas memorias muy
interesantes del Vaticano de Pío XII. Al describir la figura del Papa,
dice:
–La característica que más descollaba en el Papa era la
fascinación que emanaba. La cabeza y los rasgos finamente cincelados, con vivos
ojos negros convertidos en más grandes por las lentes de sus gafas, hacían
pensar en un Savonarola. Cuando estaba sereno, su expresión era ascética, pero
cuando se acaloraba se hacía súbitamente humano y sonriente. Alto y delgado, se
movía con gracia y armonía. Tal impresión favorable venía acentuada por una
sotana de corte impecable que parecía danzarle alrededor rítmicamente a cada
movimiento. Las manos de dedos largos y huesudos eran muy bellas y no dudaba en
hacer gran uso de ellas cuando hablaba. El Papa era sabedor de la propia
fascinación personal y sabía cómo sacar provecho de ello.
Para que no pareciese que solo describía a Pío XII bajo su aspecto
exterior sin acentuar «sus inmensas cualidades espirituales», Tittmann
añade:
—Quien se encontrase físicamente cercano a él, advertía siempre su
presencia. A mí me parecía un hombre seguramente dotado de gran espiritualidad,
si bien no fuese un santo como lo fue Pío X. El papa Pío XII era descrito con
frecuencia como un papa político, y en aquella época me parecía una descripción
correcta. Es muy probable que en el futuro será reconocido como santo. Solo el
tiempo lo dirá.
Tenía una memoria prodigiosa y dominaba a la perfección el alemán,
el francés y algo menos el inglés, el español y el portugués, amén de ser un
buen latinista. Texto que leía, sabía recordarlo de memoria. Sor Pascalina, que
estuvo a su servicio durante cuarenta años, desde los tiempos de nuncio en
Munich hasta su muerte, cuenta:
–Pío XII escribía sus discursos y alocuciones con aquella
caligrafía tan preciosa. Decía a menudo que fácilmente le quedaba grabado en la
memoria lo que escribía. En los primeros quince años de pontificado no necesitó
papeles para pronunciarlos. Con su privilegiada memoria era capaz de recitarlos
al pie de la letra.
Escribía sus discursos escuchando música. Le confesó a un
prelado:
–Cuando preparo mis discursos tengo necesidad de música. Siento
entonces que algo de aquellos sonidos y de aquellos cantos se trasmite en
mí.
Sus compositores preferidos eran Händel, Beethoven, Mendelssohn y
Wagner.
Cierta literatura, surgida después de su muerte fuera de la
Iglesia, muestra la caricatura de un hombre insensible ante el holocausto
judío, el Papa del silencio lo han apodado. Pero también dentro de la misma
Iglesia, hay quienes al resaltar la bondad de su sucesor Juan XXIII y la
apertura del posconcilio, lo señalan como contrapunto de la Iglesia
preconciliar. Y muestran a Pío XII como un papa ultramontano, cuando en
realidad no se podría concebir el Concilio Vaticano II sin la contribución
enorme de su magisterio.
Tenía sus defectos y sus limitaciones, como todo ser humano. Pero
hay que situarlos, para no desvirtuar su imagen, en el contexto de su tiempo.
Quizás el mejor retrato sea de aquel que convivió con él tantos años, Domenico
Tardini. Lo describió como «fino, amable, afable, afectuoso». También
dubitativo, como diciéndose siempre: ¿Es así o no es así? Pero a pesar de la
seriedad, que a simple vista parece mostrar, Tardini afirma que tenía una risa
sonora, a boca abierta. Y gustaba contar historias amenas.
Pío XII tenía como lema: Opus
iustitae, pax, la paz, obra de la justicia. Su propio apellido parecía decirlo:
Pacelli, en semejanza con la locución latina, pax coeli, paz del cielo. En su escudo papal, aparece también el símbolo
de la paz. Sobre unas estilizadas colinas de Roma, que se elevan sobre el agua,
posa una paloma sobre fondo azul con un ramo de olivo en el pico. Pacelli
tratará de ser consecuente con los símbolos que ha elegido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario