jueves, 20 de noviembre de 2014

Pío XII versus Hitler y Mussolini

Acaba de salir a la luz el libro «Pío XII versus Hitler y Mussolini». Podría hacer aquí una crítica del mismo, pero no puedo puesto que soy su autor. Y como no tengo abuela, seré yo quien lo alabe. Publicado por la Editorial Monte Carmelo, es un libro de 530 páginas, donde describo el ambiente maléfico que se vivió en la Segunda Guerra Mundial y la presencia en esos momentos históricos de un papa llamado Pío XII y su contrapunto en las figuras de Adolf Hitler, el Führer nazista, y Benito Mussolini, el Capo fascista. Pío XII fue calumniado al ser llamado «el Papa del silencio», por no denunciar el Holocausto o muerte en los campos de exterminio nazis de seis millones de judíos, y también «El Papa de Hitler», título de un libro del exseminarista inglés John Cornwell, que calificó a Pío XII como «el clérigo más peligroso de la Historia moderna». Luego se arrepintió y matizó sus tesis calumniosas, pero la piedra infamante ya estaba lanzada.


Aunque hay antecedentes, lo principal de esta leyenda negra contra Pío XII comenzó en 1963, cinco años después de su muerte, con una obra de teatro titulada «El Vicario» de un tal Rolf Hochhuth, que fuera de las juventudes hitlerianas y que, para descargar toda la basura de mala conciencia de un pueblo alemán en connivencia con ese monstruo de Hitler, buscó un chivo expiatorio, fuera de Alemania, en la figura de Pío XII, como el artífice del mal. Si Pío XII hubiera hablado, Hitler no hubiera hecho lo que hizo. ¡Qué simpleza!
¿Quién era Pío XII?
Alto de estatura, 1,82 m., de carnes magras, 57 kilos, rostro pálido y enjuto y nariz aquilina, mirada ascética en unos ojos negros penetrantes tras los cristales redondos de las gafas, manos diáfanas sobre el pecho, y un porte señorial que impresionaba cuando aparecía en la basílica de San Pedro subido en la silla gestatoria. O cuando abría sus brazos en cruz, transfigurado e inhiesto como el Cristo de Corcovado de Río de Janeiro. Era una presencia que imponía. Como diría el escritor francés Henri Bordeaux, «tiene la sublime grandeza de un cuerpo mortificado, casi traslúcido, que parece destinado a servir solo de cubierta para su alma». 
Harold Tittmann, diplomático norteamericano, refugiado en el Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial, redactó unas memorias muy interesantes del Vaticano de Pío XII. Al describir la figura del Papa, dice: 
–La característica que más descollaba en el Papa era la fascinación que emanaba. La cabeza y los rasgos finamente cincelados, con vivos ojos negros convertidos en más grandes por las lentes de sus gafas, hacían pensar en un Savonarola. Cuando estaba sereno, su expresión era ascética, pero cuando se acaloraba se hacía súbitamente humano y sonriente. Alto y delgado, se movía con gracia y armonía. Tal impresión favorable venía acentuada por una sotana de corte impecable que parecía danzarle alrededor rítmicamente a cada movimiento. Las manos de dedos largos y huesudos eran muy bellas y no dudaba en hacer gran uso de ellas cuando hablaba. El Papa era sabedor de la propia fascinación personal y sabía cómo sacar provecho de ello. 
Para que no pareciese que solo describía a Pío XII bajo su aspecto exterior sin acentuar «sus inmensas cualidades espirituales», Tittmann añade: 
—Quien se encontrase físicamente cercano a él, advertía siempre su presencia. A mí me parecía un hombre seguramente dotado de gran espiritualidad, si bien no fuese un santo como lo fue Pío X. El papa Pío XII era descrito con frecuencia como un papa político, y en aquella época me parecía una descripción correcta. Es muy probable que en el futuro será reconocido como santo. Solo el tiempo lo dirá. 
Tenía una memoria prodigiosa y dominaba a la perfección el alemán, el francés y algo menos el inglés, el español y el portugués, amén de ser un buen latinista. Texto que leía, sabía recordarlo de memoria. Sor Pascalina, que estuvo a su servicio durante cuarenta años, desde los tiempos de nuncio en Munich hasta su muerte, cuenta: 
–Pío XII escribía sus discursos y alocuciones con aquella caligrafía tan preciosa. Decía a menudo que fácilmente le quedaba grabado en la memoria lo que escribía. En los primeros quince años de pontificado no necesitó papeles para pronunciarlos. Con su privilegiada memoria era capaz de recitarlos al pie de la letra.
Escribía sus discursos escuchando música. Le confesó a un prelado: 
–Cuando preparo mis discursos tengo necesidad de música. Siento entonces que algo de aquellos sonidos y de aquellos cantos se trasmite en mí. 
Sus compositores preferidos eran Händel, Beethoven, Mendelssohn y Wagner. 
Cierta literatura, surgida después de su muerte fuera de la Iglesia, muestra la caricatura de un hombre insensible ante el holocausto judío, el Papa del silencio lo han apodado. Pero también dentro de la misma Iglesia, hay quienes al resaltar la bondad de su sucesor Juan XXIII y la apertura del posconcilio, lo señalan como contrapunto de la Iglesia preconciliar. Y muestran a Pío XII como un papa ultramontano, cuando en realidad no se podría concebir el Concilio Vaticano II sin la contribución enorme de su magisterio.   
Tenía sus defectos y sus limitaciones, como todo ser humano. Pero hay que situarlos, para no desvirtuar su imagen, en el contexto de su tiempo. Quizás el mejor retrato sea de aquel que convivió con él tantos años, Domenico Tardini. Lo describió como «fino, amable, afable, afectuoso». También dubitativo, como diciéndose siempre: ¿Es así o no es así? Pero a pesar de la seriedad, que a simple vista parece mostrar, Tardini afirma que tenía una risa sonora, a boca abierta. Y gustaba contar historias amenas. 
Pío XII tenía como lema: Opus iustitae, pax, la paz, obra de la justicia. Su propio apellido parecía decirlo: Pacelli, en semejanza con la locución latina, pax coeli, paz del cielo. En su escudo papal, aparece también el símbolo de la paz. Sobre unas estilizadas colinas de Roma, que se elevan sobre el agua, posa una paloma sobre fondo azul con un ramo de olivo en el pico. Pacelli tratará de ser consecuente con los símbolos que ha elegido.  

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