martes, 18 de noviembre de 2014

Sor Bárbara de la Giralda

En la rampa número 30 —la Giralda tiene 35 rampas—, en el cuarto número 5, el más cercano al cuerpo de campanas, en esas alturas donde la torre «parece que se descalabra en las estrellas», tuvo el privilegio de nacer sor Bárbara de Santo Domingo, dominica del monasterio de Madre de Dios de Sevilla, privilegio que pocas personas pueden ostentar.


Privilegio de nacer como flor del tallo más precioso del jardín de Sevilla, y de vivir en el corazón mismo de la ciudad. Que en la Giralda vivió su infancia y juventud, hasta que a sus diecisiete años salió de la torre mora para entrar en religión. Años más tarde, cuando sor Bárbara ya estaba en el convento, visitó la ciudad de Sevilla la reina Isabel II y subió a la Giralda con un reducido séquito. La reina recorrió a pie las treinta y cinco rampas que llevan hasta el cuerpo de campanas. A sus treinta y dos años, Isabel II es una real moza, bien entrada en carnes. Pero airosa y garbosa, subió sin desmayo a lo alto. No se podía decir lo mismo del alcalde, García de Vinuesa, ya entrado en edad.
Al llegar arriba, la reina se vuelve hacia el alcalde y le dice:
–Alcalde, ¿está cansado?
–Señora, protesto que no.
Pero sí lo estaba, bastante. Respuesta de protocolo del alcalde. La reina, eufórica, le sentenció:
–Pues yo me atrevería a bajar y subir otra vez.
Sor Bárbara subía y bajaba continuamente esas rampas, como sus padres y su hermano. ¡Qué otro remedio! Su casa, su hogar, su morada, era esa minúscula habitación, de tres metros cuadrados o poco más, sin otra abertura que la puerta de arco moruno de herradura, en la cara este de la Giralda, la que da a la Plaza de Virgen de los Reyes.
Ahí vivía Casimiro Jurado, de oficio hojalatero, natural de Sevilla, campanero segundo de la Giralda, que prestaba el servicio de tocar el alba por un sueldo mensual de 110 reales y una habitación de balde, la última, la más inmediata a las campanas, con su esposa María Josefa Antúnez, natural de Guadalcanal, en la raya de Extremadura, y sus dos hijos, José –¿nacido también en la Giralda?, creo que sí–, y Bárbara, dos años menor que su hermano.
Nació Bárbara el 7 de febrero de 1842, lunes, a las cinco de la mañana, según consta en la partida de bautismo. Poco después, tras sus primeros vagidos, al rayar el alba, los rezos de la procesión del Rosario de Nuestra Señora de la Antigua, que tenía su capillita en las gradas de la calle de Alemanes, se sentían al pie de la torre. Dos días más tarde, miércoles de Ceniza, era bautizada en la pila de la Catedral de Sevilla con los nombres de Bárbara, María del Socorro, Romualda, Ricarda de la Santísima Trinidad. El llamarse Bárbara, imagino se deba por complacer a su madrina de bautismo, Bárbara Rodríguez, casada y vecina de esta collación de Santa María.
Si nacer en la Giralda es motivo de orgullo, no lo es menos ser bautizada en la Catedral, en su pila bautismal de mármol blanco, con bellos relieves y ángeles danzantes en su base, donde fue bautizado el príncipe don Juan, la esperanza perdida de los Reyes Católicos, y tantos otros personajes ilustres.
Se sabe que los padres eran buena gente, muy pobres, sí, pero buenísima gente. Él estuvo en el Seminario y le quedó la costumbre piadosa de rezar el oficio divino, que compartirá con su hija. Tocaba las campanas cuando era su momento, y gastaba el día haciendo cacharros de lata. Que sor Bárbara, ya en el convento, cuando la veían fatigada y le decían que tomase un poco de reposo, contestaba.
–No tengan lástima, esto me da la vida. Como era muy pobre, estoy acostumbrada a trabajar mucho, subiendo cántaros de agua a la torre y las latas de mi padre.
Subir latas, subir agua… Subir y bajar treinta rampas todos los días, que aquello era sólo un cuartucho, y para cuatro personas. ¡Imaginen cómo vivían! ¡Y esos fríos a esas alturas, con esos ventanales sin cristales! ¡Y esas calores de Sevilla! En el convento, un día una monja la vio acalorada y le dijo que se refrescara. Pero ella le contestó:
–No me hace daño: me crie con mucho calor en la torre.
¡Un mundo la Giralda! Allá subían los amigos de Casimiro cuando en la Maestranza se celebraba un festejo taurino. La Maestranza entonces no tenía terminadas las gradas de sol y podía verse el ruedo desde lo alto de la torre, aunque con dificultad y con ayuda de lentes, las faenas taurinas. Los tendidos de sol eran bajos y de madera y aunque la empresa colocaba toldos que evitaban las miradas de las casas vecinas, la Giralda era alta y esbelta y desde ella los aficionados sin dinero trataban de seguir la suerte de la lidia. En épocas de revuelta, gente menos amistosa subía a tocar las campanas a rebato. Un suceso de estos ocurrió a Casimiro y familia. Una turba revolucionaria invadió la torre para celebrar con repiques de campanas un cambio de régimen. Quiero situar este suceso en el año 1854, inicio del Bienio progresista. «Ebrios de cólera y probablemente de vino –cuenta Ortiz Urruela–, aquellos furiosos, no sólo quisieron matar a Casimiro Jurado, sino que pusieron una pistola al pecho de su hija Bárbara que era muy joven todavía. Solo por una especie de milagro escapó viva esta niña de aquel peligro…».
Un canónigo enseñó a Bárbara a tocar el piano, lo que le serviría para entrar en el convento sin pagar dote. Y en el convento de dominicas llevó tal vida de santidad que su causa de beatificación está introducida. Murió muy joven, a los 30 años, tal día como hoy, 18 de noviembre de 1872. Pero esta es una bonita historia que cuento en mi libro «Sor Bárbara de la Giralda, la hija del campanero». 

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