En la rampa número 30 —la
Giralda tiene 35 rampas—, en el cuarto número 5, el más cercano al cuerpo de
campanas, en esas alturas donde la torre «parece que se descalabra en las
estrellas», tuvo el privilegio de nacer sor Bárbara de Santo Domingo, dominica
del monasterio de Madre de Dios de Sevilla, privilegio que pocas personas
pueden ostentar.
Privilegio de nacer como
flor del tallo más precioso del jardín de Sevilla, y de vivir en el corazón
mismo de la ciudad. Que en la Giralda vivió su infancia y juventud, hasta que a
sus diecisiete años salió de la torre mora para entrar en religión. Años más
tarde, cuando sor Bárbara ya estaba en el convento, visitó la ciudad de Sevilla
la reina Isabel II y subió a la Giralda con un reducido séquito. La reina
recorrió a pie las treinta y cinco rampas que llevan hasta el cuerpo de
campanas. A sus treinta y dos años, Isabel II es una real moza, bien entrada en
carnes. Pero airosa y garbosa, subió sin desmayo a lo alto. No se podía decir
lo mismo del alcalde, García de Vinuesa, ya entrado en edad.
Al llegar arriba, la reina
se vuelve hacia el alcalde y le dice:
–Alcalde, ¿está cansado?
–Señora, protesto que no.
Pero sí lo estaba, bastante.
Respuesta de protocolo del alcalde. La reina, eufórica, le sentenció:
–Pues yo me atrevería a
bajar y subir otra vez.
Sor Bárbara subía y bajaba
continuamente esas rampas, como sus padres y su hermano. ¡Qué otro remedio! Su
casa, su hogar, su morada, era esa minúscula habitación, de tres metros
cuadrados o poco más, sin otra abertura que la puerta
de arco moruno de herradura, en la cara este de la Giralda, la
que da a la Plaza de Virgen de los Reyes.
Ahí vivía Casimiro Jurado,
de oficio hojalatero, natural de Sevilla, campanero segundo de la Giralda, que prestaba
el servicio de tocar el alba por un sueldo mensual de 110 reales y una
habitación de balde, la última, la más inmediata a las campanas, con su esposa
María Josefa Antúnez, natural de Guadalcanal, en la raya de Extremadura, y sus
dos hijos, José –¿nacido también en la Giralda?, creo que sí–, y Bárbara, dos
años menor que su hermano.
Nació Bárbara el 7 de febrero
de 1842, lunes, a las cinco de la mañana, según consta en la partida de
bautismo. Poco después, tras sus primeros vagidos, al rayar el alba, los rezos
de la procesión del Rosario de Nuestra Señora de la Antigua, que tenía su
capillita en las gradas de la calle de Alemanes, se sentían al pie de la
torre. Dos días más tarde, miércoles de Ceniza, era bautizada en la pila de la
Catedral de Sevilla con los nombres de Bárbara, María del Socorro, Romualda,
Ricarda de la Santísima Trinidad. El llamarse Bárbara, imagino se deba por
complacer a su madrina de bautismo, Bárbara Rodríguez, casada y vecina de esta
collación de Santa María.
Si nacer en la Giralda es
motivo de orgullo, no lo es menos ser bautizada en la Catedral, en su pila
bautismal de mármol blanco, con bellos relieves y ángeles danzantes en su base,
donde fue bautizado el príncipe don Juan, la esperanza perdida de los Reyes Católicos,
y tantos otros personajes ilustres.
Se sabe que los padres
eran buena gente, muy pobres, sí, pero buenísima gente. Él estuvo en el
Seminario y le quedó la costumbre piadosa de rezar el oficio divino, que
compartirá con su hija. Tocaba las campanas cuando era su momento, y gastaba el
día haciendo cacharros de lata. Que sor Bárbara, ya en el convento, cuando la
veían fatigada y le decían que tomase un poco de reposo, contestaba.
–No tengan lástima, esto
me da la vida. Como era muy pobre, estoy acostumbrada a trabajar mucho,
subiendo cántaros de agua a la torre y las latas de mi padre.
Subir latas, subir agua…
Subir y bajar treinta rampas todos los días, que aquello era sólo un cuartucho,
y para cuatro personas. ¡Imaginen cómo vivían! ¡Y esos fríos a esas alturas,
con esos ventanales sin cristales! ¡Y esas calores de Sevilla! En el convento,
un día una monja la vio acalorada y le dijo que se refrescara. Pero ella le
contestó:
–No me hace daño: me crie
con mucho calor en la torre.
¡Un mundo la Giralda! Allá
subían los amigos de Casimiro cuando en la Maestranza se celebraba un festejo
taurino. La Maestranza entonces no tenía terminadas las gradas de sol y podía
verse el ruedo desde lo alto de la torre, aunque con dificultad y con ayuda de
lentes, las faenas taurinas. Los tendidos de sol eran bajos y de madera y
aunque la empresa colocaba toldos que evitaban las miradas de las casas
vecinas, la Giralda era alta y esbelta y desde ella los aficionados sin dinero
trataban de seguir la suerte de la lidia. En épocas de revuelta, gente menos
amistosa subía a tocar las campanas a rebato. Un suceso de estos ocurrió a
Casimiro y familia. Una turba revolucionaria invadió la torre para celebrar con
repiques de campanas un cambio de régimen. Quiero situar este suceso en el año
1854, inicio del Bienio progresista. «Ebrios de cólera y probablemente de vino –cuenta
Ortiz Urruela–, aquellos furiosos, no sólo quisieron matar a Casimiro Jurado,
sino que pusieron una pistola al pecho de su hija Bárbara que era muy joven
todavía. Solo por una especie de milagro escapó viva esta niña de aquel peligro…».
Un canónigo enseñó a Bárbara
a tocar el piano, lo que le serviría para entrar en el convento sin pagar dote.
Y en el convento de dominicas llevó tal vida de santidad que su causa de beatificación
está introducida. Murió muy joven, a los 30 años, tal día como hoy, 18 de
noviembre de 1872. Pero esta es una bonita historia que cuento en mi libro «Sor
Bárbara de la Giralda, la hija del campanero».
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