Cuaresma quiere decir cuarenta. Cuarenta
horas, cuarenta días, cuarenta años, cuarenta siglos... Cuarenta, la cifra que
divide los años normales del hombre: cuarenta para ascender en la vida, cuarenta
para descender hacia la muerte, bisagra entre la esperanza y la desesperanza,
entre esos dos mundos que son interiores al individuo. Moisés se entretuvo cuarenta
días con Dios. Cuarenta días estuvo desafiando Goliat a los hebreos, hasta que
la pedrada del joven David le dio en plena frente. Jonás dio a Nínive el plazo de
cuarenta días para su conversión. Jesús se retiró al desierto durante cuarenta
días. Resucitado, permaneció cuarenta días con sus discípulos. Y cuarenta años
trascurren para que las amenazas proféticas arrojadas sobre Jerusalén se
cumplan en el año 70, cuando un soldado de Tito arroja una
antorcha encendida en el Templo.
También
Israel, como todos los pueblos orientales antiguos, jugaba con los números
simbólicos. El número cuarenta representa un período largo, toda una
generación.
Pues
sigamos el simbolismo. Cuaresma es un tiempo fuerte para la meditación
interior, para reflexionar sobre el largo período de nuestra vida, para pararnos
un momento en el recodo del camino y otear de dónde venimos y hacia dónde
vamos.
Llamo
a esto «Cuaresma interior». Porque ya no existe Cuaresma exterior. En el mundo
nuestro queda tan sólo el remedo de unos Carnavales que no guardan connotaciones con
sus orígenes. Tras los Carnavales seguirán los mismos ruidos, el mismo fragor
de la vida, los mismos afanes terrenos, los mismos egoísmos, sin ese silencio
reverente de tiempos antiguos, que invitaba a la meditación y al sosiego. Pues
los creyentes tendremos que fabricarnos ese espacio; un mundo interior donde el
silencio respetuoso sea preludio de un diálogo fecundo con Dios.
Porque
la Cuaresma no ha desaparecido de los textos litúrgicos. La Iglesia sigue
invitando a todo creyente a esta vivencia profunda, que viene de los tiempos
más antiguos. Y le invita a fabricarse este ambiente con esos tres instrumentos
básicos que Jesús predicó en la montaña y son recogidos en los Evangelios: la
oración, la limosna y el ayuno.
Un
ayuno sin oración (o silencio) es una huelga de hambre; sin limosna, sin un
compartir fraterno, corre el riesgo de ser un ejercicio dietético. Una limosna,
sin oración, corre el riesgo de ser injuriosa para el que la recibe; sin ayuno,
deja nuestra conciencia al socaire de un gesto que nos comprometa vitalmente.
Una oración sin participación nos puede llevar a lo que san Juan denunció como
la hipocresía del que ama a Dios al que no ve, sin amar al prójimo al que ve;
sin ayuno, la Palabra de Dios permanece frecuentemente superficial,
intelectual.
Cuaresma:
período largo, toda una jornada de vida, estación interior entre el invierno y
la primavera que nos conduce de la Muerte a la Resurrección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario