sábado, 21 de febrero de 2015

Cuaresma interior

Cuaresma quiere decir cuarenta. Cuarenta horas, cuarenta días, cuarenta años, cuarenta siglos... Cuarenta, la cifra que divide los años normales del hombre: cuarenta para ascender en la vida, cuarenta para descender hacia la muerte, bisagra entre la esperanza y la desesperanza, entre esos dos mundos que son interiores al individuo. Moisés se entretuvo cuarenta días con Dios. Cuarenta días estuvo desafiando Goliat a los hebreos, hasta que la pedrada del joven David le dio en plena frente. Jonás dio a Nínive el plazo de cuarenta días para su conversión. Jesús se retiró al desierto durante cuarenta días. Resucitado, permaneció cuarenta días con sus discípulos. Y cuarenta años trascurren para que las amenazas proféticas arrojadas sobre Jerusalén se cumplan en el año 70, cuando un soldado de Tito arroja una antorcha encendida en el Templo.
También Israel, como todos los pueblos orientales antiguos, jugaba con los números simbólicos. El número cuarenta representa un período largo, toda una generación.
Pues sigamos el simbolismo. Cuaresma es un tiempo fuerte para la meditación interior, para reflexionar sobre el largo período de nuestra vida, para pararnos un momento en el recodo del camino y otear de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Llamo a esto «Cuaresma interior». Porque ya no existe Cuaresma exterior. En el mundo nuestro queda tan sólo el remedo de unos Carnavales que no guardan connotaciones con sus orígenes. Tras los Carnavales seguirán los mismos ruidos, el mismo fragor de la vida, los mismos afanes terrenos, los mismos egoísmos, sin ese silencio reverente de tiempos antiguos, que invitaba a la meditación y al sosiego. Pues los creyentes tendremos que fabricarnos ese espacio; un mundo interior donde el silencio respetuoso sea preludio de un diálogo fecundo con Dios.
Porque la Cuaresma no ha desaparecido de los textos litúrgicos. La Iglesia sigue invitando a todo creyente a esta vivencia profunda, que viene de los tiempos más antiguos. Y le invita a fabricarse este ambiente con esos tres instrumentos básicos que Jesús predicó en la montaña y son recogidos en los Evangelios: la oración, la limosna y el ayuno.
Un ayuno sin oración (o silencio) es una huelga de hambre; sin limosna, sin un compartir fraterno, corre el riesgo de ser un ejercicio dietético. Una limosna, sin oración, corre el riesgo de ser injuriosa para el que la recibe; sin ayuno, deja nuestra conciencia al socaire de un gesto que nos comprometa vitalmente. Una oración sin participación nos puede llevar a lo que san Juan denunció como la hipocresía del que ama a Dios al que no ve, sin amar al prójimo al que ve; sin ayuno, la Palabra de Dios permanece frecuentemente superficial, intelectual.
Cuaresma: período largo, toda una jornada de vida, estación interior entre el invierno y la primavera que nos conduce de la Muerte a la Resurrección. 

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