¿Nos
embarga el respeto hablar de Dios y manifestar nuestra fe? Recojo de entre mis
viejos papeles un artículo que escribí hace años, en abril de 1990, y habla de
esto. Creo que no ha perdido actualidad. Y me ha parecido bien traerlo a
colación hoy, Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma.
Se
lo oí contar a un sacerdote. Subió a su coche a un joven de unos veinte años,
que hacía auto-stop. Se dio cuenta de que era sordomudo. Y el joven percibió
que el conductor era sacerdote. Pasados algunos kilómetros, en silencio
obligado, como es natural, pero ya distendido el clima en aquel pequeño vehículo
rodante, el joven le pasó un papel al conductor con este curioso texto:
–No
sé muy bien si Dios existe. Dígame lo que usted sepa.
Y
el rubor asomó en el rostro del sacerdote. ¿Cómo explicarle la realidad de Dios
a un sordomudo? ¿Y, además, conduciendo? Balbuceó algunas palabras que el joven
sordomudo trató de leer en sus labios.
Fue
una situación embarazosa, me dijo. Pero interesante. Este sacerdote sacó la
firme convicción, gracias a aquel encuentro fortuito, de que los hombres de hoy
esperan de la Iglesia y de los cristianos palabras consistentes sobre Dios.
¿Se
las damos?
¿No
ocurre más bien que nos embarga el respeto que nos inhibe de hablar de Dios,
manifestar nuestra fe, que sepan que soy cristiano y que ello se note en un
comportamiento concorde con ese nombre?
Tal
vez preferimos callar –¿por miedo? ¿por vergüenza?– en medio de un mundo
dominado por las ciencias humanas que olvidan lo trascendente.
Quiero
recordar, en contrapartida, el talante de un cristiano que ha muerto hace unos
días. No es sacerdote, simplemente creyente. Y no ha tenido miedo ni vergüenza
de manifestar públicamente su fe. Una personalidad médica y literaria de
nuestro país. Me refiero a Juan Antonio Vallejo-Nágera [+ 13 marzo 1990] que,
con su muerte prevista –sabida y asumida por él desde varios meses atrás–, fue
preparándose a bien morir en la esperanza de su fe en Dios. Se despidió de sus
amigos con la serenidad de alguien que, al creer firmemente en Dios, no puede
dejar de creer en la resurrección. Y les confesó que esa serena paz le venía
insuflada por su fe. Los últimos días –he leído por la prensa– los dedicó a
leer el Catecismo. ¿El Ripalda? ¿El Astete? Eran los catecismos de hace unos
años. Es igual. El pequeño libro de infancia que recapitula todo lo que es
importante en ese momento de tránsito y donde ya no importan las cosas
pasajeras de este mundo, que se nos han dado por añadidura y que no podemos
llevar.
Ha
sido todo un bello ejemplo, un testimonio elocuente y vivo de un creyente ante
el reto de la muerte. Y un testimonio de fe.
Él,
que escribió ese célebre libro titulado Locos
egregios. Concierto para instrumentos desafinados, ha sabido afinar el
instrumento de su vida y ofrecernos un concierto maravilloso de despedida.
Sordos
de la palabra de Dios hay muchos en este mundo. Y mudos para musitar siquiera
un Padrenuestro que les acerque a Dios no son menos. Pero nos topamos de vez en
cuando inquietos corazones sordomudos que nos pueden garabatear en un trozo de
papel esa pregunta inquietante:
–¿Por
qué, tú que crees, no me hablas de Dios?
A
los cristianos toca –mis buenos hermanos– organizar conciertos lo más
afinadamente posible, con letra del Dios de Jesucristo, que puedan ser
percibidos hasta por los sordomudos de este mundo.
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