Hace 23 años publiqué un
libro con el título de Santos del pueblo
y de subtítulo Crónica de un Martirologio
Popular. Quise recoger en él los santos más populares, los santos del
pueblo, los que la gente ha señalado como más milagreros, a los que acude con
especial devoción, sobre los que existen curiosas leyendas o especial
protección.
Aunque no exhaustivo,
pretendí lograr un buen lote de santos que por causas a veces insospechadas o
circunstanciales recibían la veneración de la gente del pueblo. Formaban lo que
se ha venido en llamar un Martirologio popular, de hechura casera, dejando al
criterio de Roma la elaboración del Martirologio romano, en que se hallan
reseñados todos los santos que han sido.
No se trataba de un top
ten de santos, titular que entonces no se me hubiera ocurrido. Tampoco trataba
de recoger los diez mejores, o los diez más populares, porque a la postre
recogí unas pequeñas semblanzas de 39 santos que se significaban por su
popularidad en el entorno en el que me muevo.
Ahora he leído que unos
medidores de webs italianas han evaluado los top ten de los santos en internet
en el que aparecen, en el entorno italiano, el Padre Pío, san Francisco de
Asís, san Antonio de Padua, san Juan Pablo II... entre los primeros. Y entre
las santas, la más amada es santa Rita de Casia, seguida de Madre Teresa de
Calcuta y santa Clara.
–Ciertamente, no podemos
definirlo –comenta Luigi Santambrogio– el hit parade de lo sacro, un top ten de
los santos más amados y valorados por los italianos, porque en la especial
graduación celeste las puntuaciones para el favorito se asignan con criterios
que podríamos definir «simplones», «caseros».
Si tuviera que reeditar mi
libro y auxiliarme de las nuevas técnicas que usan los institutos de
estadística, no sé qué santos populares ni qué lista saldría en nuestro
entorno. Cuáles serían los santos top ten de internet, a los que nuestro pueblo
acude, a los que reza, a los que pide milagrosas peticiones.
No piensen ustedes que el
culto a los santos ha decaído. Sigue vigente en una parcela importante del
pueblo y forma un capítulo especial de la piedad popular. Lo pude comprobar in
situ, porque en la elaboración de mi libro la acompañé de frecuentes
visitas a los lugares de culto popular en esta Sevilla mía, donde resido. Y
observé a la gente, cómo reza, cómo enciende una vela, quise intuir qué le pide
al santo. Vi que era gente de todo pelaje, gente gorda y menuda, gente de bien
y de escalera abajo, que no iban al santo porque deseasen imitar sus virtudes;
acudían sencillamente a pedir favores, que presumiblemente son salud y dinero,
pasando por esa madre que pide por su hijo enganchado a la droga, o la joven
que suspira por un novio, etc.
Roma está empeñada de
siglos, desde que tomó las riendas de las canonizaciones en sus manos, en
perseguir un fin pedagógico con los santos –dignos de ser imitados en sus
virtudes–, y la gente, el pueblo soberano, busca en el santo el intercesor a
sus necesidades vitales. Son dos ritmos distintos, dos caminos. La devoción
popular a los santos sigue su propio ritmo, no marcado por la liturgia de la
Iglesia, a veces caprichoso y no pocas veces supersticioso. Pero ahí está un
fenómeno que no debe ser despreciado por los eruditos.
Pienso si no caminamos tal
vez hacia una nueva Edad Media, que fue la época dorada de los santos, cuando
se gestaron sus bellas y piadosas leyendas, que están contadas en aquel libro
emblemático de Santiago de Vorágine, titulado Leyenda dorada. Llegados
al Renacimiento, Erasmo denuncia como una locura en su Elogio de la Locura
esa devoción popular hacia los santos que presidió el mundo medieval:
–¿No es una locura que
cada tierra reclame como particularmente suyo a algún santo y que se otorgue a
cada uno de ellos facultades especiales y se les venere con una especie de
culto particular? De modo que éste socorre en los males de muelas, aquél es
favorable a las parturientas, otro restituye los bienes robados, otro
resplandece propicio en los naufragios, otro vela por el ganado... y así los
demás.
En los lugares donde
triunfó la Reforma protestante, desaparecieron de las iglesias las reliquias y
las imágenes de los santos. Era una reacción a tanto abuso cometido con las
reliquias de santos en la etapa anterior.
Pero los tiempos pasan y
el culto popular a los santos permanece, a pesar del esfuerzo de una teología
ilustrada. El concilio de Trento salió al paso para declarar que «sólo hombres
de mentalidad irreligiosa niegan que los santos, que gozan de bienaventuranza
en el paraíso, deban ser invocados». Tras una imagen hay un santo que ha
marcado un momento de la historia de la Iglesia y un pueblo que lo invoca y le
guarda devoción.
Es lo que contestaba san
Francisco de Sales a su amigo el obispo de Bruges en una larga carta fechada en
1604:
–¿Se puede uno servir de
la historia de los santos? ¿Y cómo no? ¿Puede haber cosas más útiles y bellas?
Pero también debemos decir: ¿Qué son las vidas de los santos sino el evangelio
puesto en práctica? Entre el evangelio y la vida de los santos no hay mayor
diferencia que entre la música escrita y la música cantada.
Y es que «somos una
Iglesia de santos», que diría Bernanos.
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