lunes, 9 de febrero de 2015

¿Por qué a ti, Leopoldo de Alpandeire?

Se hallaba san Francisco en la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, que quiso probar hasta dónde llegaba la humildad del Poverello de Asís. Le dijo en tono de reproche:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
–¿Qué quieres decir? –repuso san Francisco.
–¿Por qué todo el mundo va detrás de ti y se pelea por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble... ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?


Al oír esto, san Francisco sintió una grande alegría de espíritu y estuvo largo espacio de tiempo con la mirada hacia el cielo y la mente elevada en Dios. Después, contestó al hermano Maseo:
–¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo que no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil ni más grande pecador que yo. Y me ha escogido para confundir la nobleza y la grandeza y la fortaleza y la belleza y la sabiduría del mundo a fin de que quede patente que de Él y no de criatura alguna proviene toda virtud y todo bien y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que el que se gloríe que se gloríe en el Señor, a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde, quedó lleno de asombro y comprobó que san Francisco estaba cimentado en la verdadera humildad.
Es ésta la número diez de las florecillas de san Francisco.
Fray Leopoldo de Alpandeire es un humilde capuchino lego que ha revivido en el siglo XX la fascinante aventura de su maestro de Asís. Desde el púlpito de la catedral de Granada resonó en cierta ocasión la voz del predicador:
–Tenemos entre nosotros un santo del siglo XIII. No tenéis más que ver a fray Leopoldo cuando va por la calle.
Era la voz profética del jesuita Alfonso Payán, martirizado en septiembre de 1936 cerca de Almería.
A fray Leopoldo le podríamos tentar también en su humildad:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué acuden a ti de todas las partes del mundo a implorar ante tu sepulcro tu intercesión bienhechora ante Dios? ¿Por qué la gente confía tan locamente en ti, si tú no has sido hermoso de cuerpo ni has sobresalido por tu ciencia ni has nacido en cuna noble?
Y el humilde fray Leopoldo, que en su vida terrena se consideró como un ser insignificante, te responderá como su padre san Francisco:
–Para confundir el orgullo y la sabiduría de este mundo.
La historia de fray Leopoldo de Alpandeire la escribí hace diecinueve años en un pequeño libro que ya cuenta con cinco ediciones, como un ramillete de florecillas de este santo lego capuchino, más bien salido al fragor de este siglo XX de aquellos tiempos heroicos y caballerescos del siglo XIII.
Nació en 1864 en Alpandeire, en la serranía de Ronda, hijo de sencillos labradores, el mayor de una familia numerosa. Unas pequeñas tierras, La Joyuela, daban malamente a la familia el sustento del año. Para completar el jornal, cuando ya fueron mayores los hermanos, marchaban a la campiña de Jerez a echar de mano algunas peonadas que equilibrara la economía familiar.
Eran tiempos austeros, muy pobres. Campo, lluvia, sol, siembra, siega... Y los hombres de Alpandeire rudos como la rudeza del campo. En la escuela del pueblo aprendían a leer, a escribir y las cuatro reglas. Y cuando ya estaban un poco espigados, dejaban el pupitre y se iban al campo. Ese era el único horizonte laboral. Esto es lo que aprendió Frasquito Tomás –que así se llamaba en la vida seglar– y en verdad hay que decir, por las pocas cartas que de él se conservan, que las letras no fueron su fuerte. «No creo que los padres tuvieran medios para ponerlo a estudiar; además, entonces no estudiaban los hijos de los pobres», cuenta Diego Márquez, su sobrino, hijo de su hermano Juan Miguel.
Fray Leopoldo fue un chaval muy formal que cantaba regular, fue a la mili, se echó novia, pero le vino la comezón de su vocación y la dejó. Le dijo a la novia:
–El Señor me llama por otro camino.
Y entró de lego en los capuchinos. La mayor parte de su vida la pasó en Granada, donde murió el 9 de febrero de 1956, a los 92 años, después de una vida mortificada, este viejo fraile limosnero del convento de Granada, el frailecito de las barbas blancas y al que los niños besaban su cordón cuando caminaba por la ciudad de la Alhambra.
Desde entonces, ni un día sin flores ante su tumba. Ya es beato, beatificado el 12 de septiembre de 2010 por el papa Benedicto XVI. Y se ha convertido, por su humildad y sencillez, en uno de esos santos populares al que el pueblo llano venera con especial devoción.

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