Hace unos días, el
cardenal Amato ha anunciado que el próximo mes de octubre serán canonizados los
padres de santa Teresa de Lisieux, Celia y Luis Martin, ya beatos, en el marco
del Sínodo de la Familia.
Recojo tan solo una página
de la vida de este matrimonio que tuvo nueve hijos, cuatro de los cuales
murieron en la infancia y cinco, todas hembras, siguieron la vida religiosa.
Luis Martin, relojero, y
Celia Guérin, dueña de un pequeño taller de encajes, se casaron a medianoche en
la iglesia de Notre-Dame de Alençon el 13 de julio de 1858. Él está a punto de
cumplir 35 años, ella 27. Los dos, con vocación religiosa frustrada, llegan al
matrimonio en edad un poco madura para aquella época. Boda a medianoche, de
manera discreta, sin ruido, para más intimidad, como era costumbre cuando los
esposos habían pasado de una cierta edad.
Luis, que lo había callado
hasta entonces, decide manifestar a su esposa sus intenciones. Su pensamiento
lo tiene apuntado en sus cuadernos, copiado de un libro de teología: Doctrina de la Iglesia
sobre el sacramento del matrimonio.
–El vínculo que constituye el sacramento del matrimonio es
independiente de su consumación. Tenemos una prueba luminosa de esta verdad en
la santa Virgen y en san José, los cuales, aunque verdaderamente unidos, han
conservado una continencia perpetua… Estos matrimonios tienen todo lo esencial
necesario para su validez, teniendo además la ventaja sobre los otros de
representar de una manera más perfecta la unión casta totalmente espiritual de
Jesucristo con su Iglesia.
Celia aporta de dote 5.000
francos, más otros 7.000 de ahorros personales y su taller de encajes. Luis es
propietario de una relojería-joyería y de una finca de recreo a la salida del
pueblo. Dispone además de 22.000 francos ahorrados. Con sus comercios respectivos
abiertos, vivirán con desahogo, insertos en la clase media de Alençon.
Luis no estaba muy
convencido de casarse, hubo de empujarlo su madre. Y Celia, que iba al
matrimonio con un deseo imperioso de tener hijos para darlos al Señor, era tan
inocente que desconocía, a su edad, cómo eran traídos los niños. No es
necesario remontarse al siglo XIX, yo he conocido en mi condición de sacerdote
un par de casos de esta inocencia infantil.
Y viene la noche de bodas.
Luis ha regalado a Celia una medalla que representa a Tobías y Sara. Está
descrito este desposorio en el Libro de Tobías, del Antiguo Testamento. Tobías
reza al Señor: «Al casarme ahora con esta mujer, no lo hago por impuro deseo,
sino con la mejor intención. Ten misericordia de nosotros y haz que lleguemos
juntos a la vejez». Y concluye el texto bíblico: «Los dos dijeron: Amén, amén.
Y durmieron toda la noche». (Tb 8, 7-8).
Celia recibe esa noche un
choque terrible. El conocimiento, revelado por Luis, de la relación conyugal y
el deseo manifestado de permanecer célibes de por vida. «Tanquam frater et soror», que se decía en los libros de moral de
mis tiempos de teología. Es decir, como hermano y hermana.
Al día siguiente tomaron
el tren y en viaje de novios se dirigieron a Le Mans a visitar a la hermana
monja de Celia. Y ante ella, Celia estalló en lágrimas incontenibles. Tiene el
corazón fundido. Ha descubierto de pronto que la maternidad es incompatible con
la virginidad. Y su sueño apetecido, ingenuamente suspirado, de tener muchos
hijos y dedicarlos a Dios. ¿Y ahora...?
Confesará posteriormente a
su hija Paulina:
—La primera vez que fui a
verla al convento fue el día de mi boda. Puedo decir que ese día lloré todas
mis lágrimas, más de lo que nunca había llorado en mi vida y más de lo que
nunca volveré a llorar. Mi pobre hermana no sabía cómo consolarme... Comparaba
mi vida con la suya, y arreciaban las lágrimas.
Un sacerdote vino a romper
el clima de tensión que sin duda se había creado entre una esposa activa,
deseosa de tener hijos, y un padre taciturno, con espíritu de cartujo. A los
nueve meses de casados, les aconsejó que olvidaran el celibato que se habían
impuesto y cumplieran con la vocación matrimonial. Si Dios los hubiera
destinado al claustro, hubieran entrado en él. Pero Dios los ha destinado al
matrimonio y el fin del matrimonio es la procreación.
Y la cosa cambió.
–Cuando tuvimos hijos –cuenta
Celia–, nuestras ideas cambiaron un poco. No vivíamos más que para ellos,
constituían toda nuestra mayor felicidad y nunca la hemos encontrado más que en
ellos. Nada nos resultaba ya penoso y el mundo ya no nos era una carga. Para
mí, eran la gran compensación y por eso quería tener muchos, para criarlos para
el cielo.
Y fue así cómo, por el
consejo imperioso de un confesor, fue posible el nacimiento de nueve hijos, el
último de todos santa Teresita del Niño Jesús o de Lisieux.
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