Por
asociación de ideas he llegado a Pedro Muñoz Seca, escritor y autor de teatro
español de la primera mitad del siglo XX, con el que me reí tiempo ido con su
célebre comedia «La venganza de Don Mendo», estrenada en el Teatro de la
Comedia de Madrid en 1918. He conocido recientemente a la Madre Victoria
Lasaleta, religiosa irlandesa, simpática jerezana, que me recordó a un pariente
cura suyo que fue párroco de mi pueblo en mi niñez, llamado don Manuel Lasaleta
y Muñoz Seca, sobrino carnal a su vez del escritor, tan gracioso y simpático como
su tío.
Pues
hablemos del escritor, que con estas calores de verano bien merecéis un
descanso y una sonrisa.
Pedro
Muñoz Seca, nacido en El Puerto de Santa María en 1879, se fue de joven a
conquistar Madrid, logrando estrenar multitud de comedias a cual más graciosa.
Contaré
tan solo alguna que otra anécdota suya. Iba todas las mañanas al Café de
Levante y tomaba su café con tostada mientras leía el ABC. Un día, una mujer le
pidió una limosna y Muñoz Seca le dio la tostada y el ABC, para que lo
revendiera. Y así todos los días. Pero ocurrió que la mujer desapareció y le
llegaron poco después dos mujeres que le dijeron que había muerto y que había
dejado testamento. El escritor preguntó:
–¿Tenía
fortuna?
Una
de ellas contestó:
–No,
señor; pero a esta le ha dejado el ABC y a mí la tostada.
La
siguiente anécdota es mejor. Se la contó al Caballero Audaz, seudónimo del
periodista José María Carretero, que trabajaba por aquellos tiempos en el Heraldo de Madrid y en Nuevo Mundo.
El
periodista le pregunta:
–¿Es
usted feliz?
–¡Hombre,
ya lo creo! Viven mis padres, he tenido diez hermanos y viven los diez, y son
dichosos; mis hijos gozan de buena salud y son guapos. Mi mujer es un ideal de
compañera; gano dinero y oigo aplausos. ¿Qué más puedo pedir?...
–Pero
tendrá usted muchos enemigos, ¿no?
–Ya
lo creo; como usted y como todo aquel que se destaca. A propósito: le voy a
contar a usted una cosa graciosísima que me ocurrió en una visita de pésame.
Y
prosiguió:
–Había
muerto la tía de una compañera de colegio de mi mujer; esta compañera estaba
casada con un marino, que yo no conocía… y nos plantamos en casa de los
doloridos mi mujer, un cuñado mío, que es muy distraído, y yo. Al entrar, la
criada se llevó a mi mujer a la sala, y a mi cuñado y a mí nos mandó al comedor
con los caballeros. Allí encontramos al señor de la casa rodeado de amigos. Mi
cuñado me presentó al marino de esta manera: «Mi hermano político». Y no dijo
mi apellido… Se generalizó la conversación entre aquellos señores serios.
Hablaban de incendios. Yo, por meter baza en la conversación, exclamé: –«Para
incendio espantoso, el de la Comedia». Entonces, el señor de la casa con voz de
trueno: –«¡Lástima no volviera a arder con Muñoz Seca dentro!» –«Verdad
–dijeron tres o cuatro–. Y dirigiéndose a mí uno de ellos, me preguntó:
–«¿Usted se ha reído alguna vez con esas gansadas?» «Hombre, yo…; pues, verá
usted…» Sin dejarme terminar, exclamó: «¡Nada, no me diga usted que sí!» Pero
lo gordo, lo verdaderamente gordo, fue que un caballero que tiene alta
graduación en la Armada, se arrancó diciendo: «Ese Muñoz Seca es un animal. Yo
le conozco». –«Y yo también –añade el señor de la casa–. Está casado con una
compañera de mi mujer». Y al decir esto miró a mi cuñado, que estaba pálido
como la cera y se quedó, a su vez, del color del azufre. El hombre se hizo
cargo en aquel momento de que estaba metiendo la pata hasta el corvejón, y con un
achaque hizo mutis, tropezando con el mobiliario. Siguieron insultándome. El
uno me fusilaría; el otro se había cansado de patear mis obras, y en esto, una
criada asomó la cabeza, diciendo: –«La señora de Muñoz Seca, que se marcha».
Cayó como una bomba. Yo, muy tranquilo, me levanté, me tiré de los puños, miré
a todos, que se habían quedado aterrados, con las bocas abiertas, y después de
dirigirles una de mis mejores sonrisas, le tendí la mano a mi cuñado, que
también se había puesto de pie, y le dije: –«Amigo Muñoz Seca, quede usted con
Dios. Siento mucho el mal rato que le han hecho pasar esto señores. Buenas
tardes, señores». Y me fui. Y aquí empezó lo gracioso. Todos aquellos señores
rodearon a mi cuñado y quisieron darle la mayor cantidad de explicaciones.
Muñoz
Seca acabó su vida trágicamente. Al estallar la guerra del 36, lo pillaron en
Barcelona y lo trasladaron a la Cárcel Modelo de Madrid. En noviembre, cercado
Madrid, trasladaron a un centenar de presos camino de Valencia. Pero no
llegaron muy lejos. En Paracuellos del Jarama los fusilaron a todos el 28 de
noviembre de 1936. De ello creo que sabía bastante Santiago Carrillo.
Muñoz
Seca había dicho a los milicianos que le arrestaron:
–Podréis
quitarme la cartera, podréis quitarme las monedas que llevo encima, podréis
quitarme el reloj de mi muñeca y las llaves que llevo en el bolsillo, podéis
quitarme hasta la vida; sólo hay una cosa que no podréis quitarme, por mucho
empeño que pongáis: el miedo que tengo.
Pero
ya ante el pelotón, dijo a sus asesinos:
–Me
equivoqué al ingresar en la prisión de Madrid y deciros lo que os dije; sois
tan hábiles que me habéis quitado hasta el miedo.
Genio
y figura hasta la sepultura.
Un
ejemplo más de la otra Memoria histórica que no está contemplada en la Ley de
Memoria histórica de Zapatero. Dicen que su nombre está también en la lista de
calles de Madrid a borrar por esa abuelita que rige como alcaldesa los destinos
de la capital de España.
Pero
si tenéis tiempo y ganas de reíros, leed «La venganza de Don Mendo», un alivio
en medio de estas calores.
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