Mañana,
18 de octubre, el papa Francisco canonizará a cuatro beatos: junto al sacerdote
italiano Vincenzo Grossi, fundador del Instituto de las Hijas del Oratorio, los
padres de Teresa de Lisieux y la religiosa Hermana de la Cruz María de la
Purísima. Tres de estos santos han sido biografiados por mí. Haré una breve
reseña de ellos.
Luis
y Celia Martin, padres de santa Teresa de Lisieux, se muestran unos santos
cercanos al común de los mortales. No son consagrados, ni célibes, no han hecho
voto de castidad, sus vidas están tejidas por el trabajo –él de relojero, ella
de encajera–, vida de familia numerosa, pertenecientes a asociaciones
parroquiales, vecinos de sus vecinos. Vivieron con todas sus consecuencias y
circunstancias la espiritualidad propia de su tiempo en una Francia del XIX aún
convulsa por las secuelas de la revolución, el anticlericalismo, y cierto
jansenismo espiritual que vislumbra un Dios de Justicia frente a un Dios del
Amor, con peligro de convertir las almas buenas en escrupulosas.
Luis
y Celia han sido santos en la humilde realidad de sus vidas, con una sencilla
fe sustentada en la oración en familia, educación de sus hijas, la misa diaria,
lecturas piadosas al atardecer, el mes de María, el amor a Dios y al prójimo y
fidelidad a la Iglesia…
Estuvieron
siempre en perfecto acuerdo de corazón y de pensamiento. Él se refería a ella
ante sus hijas como nuestra «santa madre». Y Celia escribía a su hermano
Isidoro refiriéndose a Luis: «¡Qué hombre más santo es mi marido! Me gustaría
que tuvieran uno parecido todas las mujeres».
Sus
cinco hijas –cuatro carmelitas descalzas, una salesa– son su corona. Tras la
canonización de la más pequeña, santa Teresita del Niño Jesús, y ahora la de los
padres, se anuncia el comienzo de la causa de beatificación de Leonia, la
monjita salesa. Pero yo, que he hecho un largo recorrido describiendo las vidas
santas de esta familia, tengo que reconocer que las otras hermanas dejaron tras
de sí igualmente una viva impresión de santidad y ejemplaridad en sus vidas. ¡Qué
bueno sería que un día toda la familia, al alimón, los padres y las cinco hijas
religiosas, se vieran en los altares como juntos están ya en el reino de los
cielos!
* * *
María
de la Purísima de la Cruz será la segunda Hermana de la Cruz que suba a los
altares, después de santa Ángela, fundadora de la Compañía de la Cruz en 1875,
y nueva gloria y honor para la Iglesia de Sevilla al contar con una santa más.
¿Cómo
es posible que haya ascendido en tan corto espacio de tiempo a la gloria de los
altares una religiosa que ha muerto hace tan solo 17 años? Porque todos sabemos
que Roma no gusta de las prisas y las cosas de palacio van despacio.
Se
lo he preguntado a María del Redentor, que vive en el convento de las Hermanas
de la Cruz en Roma. ¿Qué digo convento? Es un piso en la cuarta planta de un
viejo caserón de la Via Pellegrino de Roma, propiedad de la Embajada de España.
Allá llegó una patrulla de monjitas en 1966, todas jóvenes con la madre Loreto
al frente, estupenda mujer, para agilizar el proceso de beatificación de su
santa fundadora Ángela de la Cruz.
Las
conocí un año después, yo estudiante en Roma, y todavía quedan de aquella
pa-trulla primera dos Hermanas, entre ellas la siempre animosa María del
Redentor.
Le
pregunto:
–¿Cómo
es posible que se haya logrado bullir las posaderas de los monseñores ro-manos
para que esta causa de canonización discurra a velocidades de vértigo? ¿Qué
bula tenéis? ¿Quién os ampara? ¿Tenéis padrino?
Y
María del Redentor me contesta:
–Nadie,
ella sola, ella sola desde el cielo.
Pues
séase.
Porque
en verdad esta sencilla Hermana de la Cruz, María de la Purísima, ha pasado en
el corto espacio de doce años de su muerte a la beatificación y cinco años
después a la canonización.
¡Todo
un récord!
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