El
ilustre sevillano Rodrigo Vázquez de Arce ha sido elevado por Felipe II a la
presidencia del Consejo de Castilla. Para solemnizar tal nombramiento de un
hijo de la ciudad, se celebraron jubilosas fiestas. Entre ellas, una corrida de
toros que resultó ser de las más tumultuosas que ha tenido la ciudad. Era
Asistente don Francisco de Carvajal, Regente de la Audiencia don Antonio
Sirvente de Cárdenas, y arzobispo el cardenal don Rodrigo de Castro.
Clemente
VIII, que había subido al trono pontificio en enero de 1592, ha instituido para
toda la cristiandad un Jubileo de las Cuarenta Horas. El cardenal don Rodrigo
ha reservado la publicación de la bula para después de la celebración del
Corpus y de la fiesta de San Juan, celebraciones «asentadas en todos los
lugares de estos reinos», y la hace pública el domingo 28 de junio de 1592. El
jubileo durará dos semanas, del lunes 29 de junio al domingo 12 de julio.
Cardenal Rodrigo de Castro
(Retrato de Francisco Pacheco)
Pero
hete aquí que la Ciudad había programado la celebración de una corrida para el
sábado 4 de julio, dentro de la primera semana del jubileo. En atención a ello,
la Ciudad pasó la fiesta de los toros al lunes siguiente, 6 de julio.
Todo
parecía ir bien cuando ese sábado 4 de julio acertó a pasar por la plaza de San
Francisco en su carroza el cardenal Rodrigo de Castro y vio el ajetreo de los
obreros colocando los tablados. Al llegar a casa encontró una nota del dominico
fray Alonso de Cabrera. Le persuadía con razones teológicas y lugares de las
Sagradas Escrituras que no debía permitir «tan gran desorden» de que se
corrieran toros un lunes de jubileo. El cardenal, de carácter influenciable,
quiso saber el parecer de su provisor, don Bernardino Rodríguez, y del prior de
las Ermitas, doctor García de Sotomayor, quienes ratificaron el parecer del
dominico. Es decir, que se suspendiese la corrida de toros para después del
jubileo.
Al
día siguiente, domingo 5 de julio, continuaron levantando los tablados del
público, incluso sin licencia eclesiástica en día de obligado descanso, y en el
palacio arzobispal se pudo oír «la grita de vaqueros y pueblo para traer los
toros».
Llegó
el lunes, 6 de julio, y el Asistente, don Francisco de Carvajal, envió un
jurado al Regente de la Audiencia, don Antonio Sirvente de Cárdenas,
notificándole que «el cardenal le había enviado a decir por un billete, la
noche antes a las once, que no corriese la Ciudad toros el lunes, porque era
semana de jubileo», que había de reunir la Ciudad para ello y que la Audiencia
le favoreciese.
Esa
mañana, el cardenal envió a su notario Antón Sánchez de Arroya, para que
notificase a la Ciudad la censura en que incurriría si permitía la celebración
de los toros. Mientras, el pregonero Antonio Martín, acompañado del alguacil
del arzobispo, advertía a gritos desde la plaza a los munícipes que incurrirían
en excomunión latae sententiae. Los ánimos se encresparon. Cogieron al
notario del cardenal, «le maltrataron y quisieron prender», llevándole los
alguaciles a la Audiencia.
El
cardenal, airado, lanzó entonces su anatema: «Por la presente sometemos esta
ciudad, iglesias, monasterios, hospitales y lugares píos, suburbios y arrabales
della con una legua alrededor della, en eclesiástico entredicho, durante el
cual mandamos que no se celebre misa ni canten los divinos oficios pública ni
solemnemente, sino sumisa voce a puerta cerrada, exclusos los
excomulgados, en el cual dicho entredicho se observen y guarden los otros casos
y cosas que en semejantes entredichos se suelen guardar, hasta tanto que los
dichos excomulgados vengan a obediencia y por Nos se alce y relaje». Los
edictos de excomunión fueron fijados en varios lugares y hasta en la misma
puerta de la Audiencia, «cosas nunca vistas ni oídas en los reinos de V. M. ni
hechas por prelado ni juez eclesiástico dellos», se queja el regente Silvente a
Felipe II.
Los
toros se hallaban en su encierro, los tablados alquilados, las ventanas de la
plaza de San Francisco pagadas. Y el Concejo de la Ciudad diciendo que el
cardenal se metiera en sus asuntos, no tenía autoridad para prohibir la fiesta.
Se
tuvo la corrida de toros aquella tarde, mientras las campanas de la ciudad
tocaban a entredicho. No resultó una corrida lucida. Más bien trágica. «A uno
de los toreadores hirió de muerte el toro y al otro lo mató, y se acabaron las
fúnebres fiestas».
Pero
la ciudad seguía en entredicho. Sirvente de Cárdenas, el Regente, sugirió a los
munícipes que «pues los toros estaban corridos, que enviasen cuatro o seis
comisarios a pedir de parte de la Ciudad al cardenal que alzase el entredicho y
mandase absolver a todos, y si no lo quisiese hacer, que la Ciudad hiciese sus
diligencias en la Audiencia, y que allí se haría justicia».
Y
así hicieron, pero no fueron cuatro o seis. Acudieron los regidores a visitar
al cardenal «en forma de Ciudad con veinte o veinte y dos veinticuatro y
jurados y asistentes y maceros». El cardenal les hizo «una plática muy discreta
y devota» y después «los abrazó y llevó a su gabinete y les dio dulces».
Secuelas
de este tragicómico suceso fue el escarnio y destierro del pregonero del cardenal,
al que procesaron y sentenciaron rápidamente. El lunes, 13 de julio, le sacaron
a la pública vergüenza y le desterraron por diez años. El alguacil del
arzobispo tuvo mejor suerte. Le prendieron a la puerta del palacio arzobispal,
pero gritó ayuda y fue liberado por los criados del arzobispo. El cardenal hubo
de pagar también su multa.
Y
aquí acaba una historia más de aquel singular arzobispo, cardenal don Rodrigo
de Castro. Sirvente de Cárdenas, en su informe al rey, le hace ver quiénes son
los que gobiernan al arzobispo y «la necesidad grande que hay de que V.
Majestad con su santo celo se sirva de poner remedio a ello y se duela de esta
iglesia».
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