El tercer «papa» de El Palmar de Troya
ha colgado los hábitos papales y se ha marchado con una señora a Monachil (Granada)
tras haberse enamorado. Se llama Sergio Ginés María Jesús Hernández y Martínez
(Mula, Murcia, 1959), que fuera seminarista y militar antes de ingresar en la
Orden Palmeriana y llegar a ser elegido tercer papa con el nombre de Gregorio
XVIII. El muleño dejó la Orden el pasado 22 de abril con una carta dirigida a
sus seguidores, en la que aseguró que abandonaba la Iglesia Palmeriana porque «había
perdido la fe». Su lugar ha sido ocupado tres días después en cónclave,
supongo, por el suizo Joseph Odermatt, que ha adoptado el nombre de Pedro III.
Sergio Ginés, alias
Gregorio XVIII,
deja los hábitos por
el amor de una mujer
Un espectáculo más de los muchos que ha
protagonizado esta secta desde que nació en el poblado de El Palmar de Troya, a
11 kilómetros de Utrera (Sevilla). Hoy, en el lugar de las apariciones, tras un
recinto murado, se levanta una imponente basílica con altas torres que se
observan desde el exterior.
Ello me da pie para contar mis
experiencias periodísticas en los inicios de tal esperpento religioso. Y lo
tendré que dividir en unos tres capítulos.
Las pretendidas apariciones marianas de
El Palmar de Troya se venían sucediendo desde 1968, cuando cuatro niñas de 12 y
13 años aseguraban haber visto a la Virgen. Dos años más tarde, en la primavera
de 1970 ya había una docena de videntes, de distinto pelaje. Javierre, director
de El Correo de Andalucía, me encargó
seguir el tema y recuerdo que mi primer contacto con El Palmar de Troya tuvo
lugar en marzo de ese año. Llegué acompañado del periodista Antonio Guerra.
Lloviznaba. Estuvimos en el monte de las apariciones. Sólo había una cruz junto
al árbol. Volvimos al poblado y en el bar tomamos algo. La dueña del bar
también era vidente. El negocio iba viento en popa con los visitantes que por
allí acudían y ella les contaba qué le decía la Virgen. Nos invitó a la
trastienda del bar. Y sentado en una camilla se hallaba el hermano de La Salle Nectario
María (Louis Alfred Silvano Pratlong Bonicell Gal), un venezolano, ya
octogenario, que había recorrido archivos de medio mundo, también el Archivo de
Indias de Sevilla, buscando documentación referente al descubrimiento,
conquista, colonización e independencia de Venezuela. Al mismo tiempo, llevado
de su devoción a la Virgen, tenía un mapamundi, que me enseñó, donde había
señalado los lugares de las supuestas apariciones marianas por el ancho mundo. Le
dije con cierta ironía:
–Aquí hay más señales de visiones marianas
que apariciones de Ovnis.
Llevándole el portafolios, le acompañaba
Manuel Alonso Corral, un abogado extremeño muerto de hambre, que se había
pegado al tontorrón del hermano Nectario María, quien circulaba por Sevilla en
coche diplomático y chofer puestos por la embajada de Venezuela, ya que él
había sido profesor de no pocos ministros venezolanos de entonces y le hacían
ese honor. Y se dedicaba también a eso: a descubrir visiones y visionarios de
la Virgen. Alonso Corral, por su parte, pronto cobraría protagonismo junto con
su amigo Clemente Domínguez.
La mesonera de El Palmar nos presentó
también a un par de videntes femeninos. Todos estábamos alrededor de la mesa
camilla. Antonio Guerra y yo pasábamos por turistas curiosos, atraídos por ese
fenómeno místico.
A una de las videntes se le aparecía no
sólo la Virgen, también el Espíritu Santo en forma de paloma, que, posada sobre
su hombro, «le decía cositas al oído». También se le aparecía san Fernando, y
san Isidoro... Y podría seguir, en su calenturienta imaginación, con toda la
corte celestial.
Ante nuestras insistentes preguntas,
sospecharon que éramos periodistas. Nos identificamos como tales, y yo, además,
como sacerdote. En ese momento, le dije al hermano Nectario María:
—Usted es religioso que dice haber
escrito muchos libros sobre la Virgen María. En esto le gana a san Lucas, que
en su Evangelio sólo escribió un par de páginas. Si le parece bien, discutamos
usted, religioso, y yo, sacerdote, si la Virgen de san Lucas, venerada en los
Evangelios y en la Iglesia, tiene algún parecido con la Virgen que estas
personas dicen haber visto...
Para abortar el embarazo que se había
producido en el grupo, la mesonera, sentada a mi lado, se puso rígida, los ojos
perdidos hacia el cielo. Los allí presentes nos dijeron:
—¡Silencio! La Virgen se le está
apareciendo...
Yo, por mi parte, bandeaba a la
mesonera, diciéndole:
—¡Señora! Deje de hacer teatro.
Un minuto más tarde, bajó los ojos,
dando gracias al ente invisible.
Los presentes le preguntaban:
—¿Qué te ha dicho la Virgen?
—No me ha dicho nada, sólo lloraba.
Me levanté y le dije a Antonio Guerra:
—Llora por nosotros, Antonio. Vámonos.
Y aquí terminó mi primer encuentro con
el fenómeno de El Palmar de Troya.
(Continuará).
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