lunes, 2 de mayo de 2016

Perdida está España, pero tú y yo moriremos por ella

Luis Daóiz confesó a su compañero Pedro Velarde –oficiales de artillería del cuartel de Monteleón que se sumaron al levantamiento del 2 de mayo de 1808 contra las tropas francesas–esta frase que hoy a muchos jóvenes españoles les resultará extraña:
–Perdida está España, pero tú y yo moriremos por ella.
En 1885, el Ayuntamiento de Sevilla propuso la erección de un monumento a Daóiz, uno de los héroes del Dos de Mayo. La estatua, obra de Antonio Susillo, fue vaciada en la Fundición de Bronce de Artillería de Sevilla y colocada en 1889 en la plaza de la Gavidia, donde se contempla hasta el presente.


Arrogante, con el sable empuñado en una mano y arrugando la orden recibida en la otra, aparece un Daóiz fuerte y vigoroso, la pierna derecha adelantada, asomando del pedestal un enorme zapatón popularmente celebrado.
No fue Luis Daóiz y Torres un hombre alto, aunque bien proporcionado y de facciones nobles y atractivas. Nació el héroe de la resistencia contra los franceses en Sevilla, en la calle Hornos, el 10 de febrero de 1767, junto a la plaza de la Gavidia, que en el siglo pasado era más recoleta, con perfiles románticos. Tenía, por tanto, 41 años cuando arrostró el drama heroico de su muerte.
Nacido en el seno de una familia noble, fueron sus padres Martín Daóiz y Francisca de Torres Ponce de León, hija de los condes de Miraflores. Estudió en el Colegio de San Hermenegildo, pero ya no con los jesuitas, que fueron expulsados por Carlos III el año del nacimiento de Daóiz. Pasó a la milicia en 1782, hechas las pruebas de nobleza que se exigían en aquel entonces, e ingresó de cadete en el Real Colegio de Artillería de Segovia. Terminados los estudios, estuvo en la defensa de Ceuta contra Muley Yezid en 1787 y al año siguiente en Orán. Declarada la guerra a la República francesa tras el regicidio de Luis XVI, pasó al Rosellón donde intervino en la desafortunada campaña de 1794. Prisionero durante un año hasta que se firmó la paz, pudo regresar a España. Lo vemos después en la defensa de Cádiz contra los ingleses, hizo un par de viajes a América en el navío San Ildefonso y a su regreso, en 1800, es destinado a Sevilla, al tercer regimiento de artillería. En enero de 1808 pasa a Madrid al mando de la tercera compañía a la Jefatura de Detall de Artillería y allí le pilló los acontecimientos de ese aciago año.
El descontento popular estalló en Madrid el 1 de mayo con silbidos y agresiones aisladas contra soldados franceses. Esa misma noche, unos oficiales galos comentaban en la fonda de Genieys los acontecimientos del día con expresiones injuriosas para los españoles. Daóiz, que compartía una mesa contigua con otros oficiales, les increpó y de la violenta discusión surgió un duelo que había de celebrarse al día siguiente entre tres oficiales de cada bando.
Pero el día siguiente estaba marcado por el destino. Las primeras descargas de los franceses contra el pueblo de Madrid desencadenó la tragedia. Los madrileños quieren armas y acuden al Parque de Artillería. Daóiz les abre las puertas. Un batallón de Wesfalia avanza por la calle Fuencarral hasta las puertas del Parque. Se entabla la lucha. Tres horas de combate sangriento. Muchas bajas. La defensa se hace desesperada. Los franceses reciben refuerzos. El general Lagrange se suma al combate con sus granaderos. Se presiente el final de aquellos heroicos defensores. Daóiz, herido en una pierna, se sostiene penosamente apoyado en un cañón. Lagrange se le acerca. Se increpan mutuamente. Daóiz quiere repelerlo con su sable. Pero unos oficiales y soldados franceses se le echaron encima y lo cosieron a bayonetazos.
Rafael Arango, testigo de estos hechos, cuenta los últimos momentos de nuestro héroe en su libro El 2 de mayo de 1808 (Madrid 1837):
–De este modo villano fue como lograron los franceses teñir sus aceros con la sangre del más valiente de los valientes, que pelearon aquel día por la más justa de las causas. Por fortuna, su cuerpo no fue profanado: todavía respiraba cuando llegaron a socorrerle; lo cargamos y condujimos a un cuarto inmediato a la puerta y, teniéndole yo recostado sobre mi pecho, corrió su sangre espiritosa por mi vestido. Su aspecto era allí el de un héroe moribundo a quien no solamente rodeaban nuestros suspiros, nuestra admiración, nuestro respeto, sino que algunos de los franceses, con recogimiento sentimental, se acercaron a contemplarle y a ofrecer sus servicios con tal solicitud que uno de los cirujanos posponiendo sus propios heridos se ocupó de curar a Daóiz y hasta mandó a la botica por una bebida que le hizo tomar a cucharadas. Todo fue infructuoso. El alma del hombre del Dos de Mayo se desenredaba ya de su envoltura terrenal; la amarillez sombría de la efusión de sangre había reemplazado el calor de su brío, nunca amortiguado en los peligros; movía poquísimo y sin muestra de congoja aquellos miembros, muy ágiles en el combate; de cuando en cuando abría entero los ojos... ¡únicos enjutos en aquella luctuosa escena!... En tal extremidad lo llevaron a su casa, donde exhaló el último aliento de su perseverancia en la lealtad española.
Amortajado con su propio uniforme, el cuerpo de Daóiz recibió sepultura en el convento de San Martín. Exhumados sus restos el 2 de mayo de 1814, fueron depositados junto con los de Velarde en San Isidro el Real y más tarde, en 1841, trasladados al monumento que se elevó en el Paseo del Prado a las víctimas del 2 de mayo.

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