Luis Daóiz confesó a su compañero Pedro Velarde –oficiales
de artillería del cuartel de Monteleón que se sumaron al levantamiento del 2 de
mayo de 1808 contra las tropas francesas–esta frase que hoy a muchos jóvenes
españoles les resultará extraña:
–Perdida
está España, pero tú y yo moriremos por ella.
En
1885, el Ayuntamiento de Sevilla propuso la erección de un monumento a Daóiz,
uno de los héroes del Dos de Mayo. La estatua, obra de Antonio Susillo, fue
vaciada en la Fundición de Bronce de Artillería de Sevilla y colocada en 1889
en la plaza de la Gavidia, donde se contempla hasta el presente.
Arrogante,
con el sable empuñado en una mano y arrugando la orden recibida en la otra,
aparece un Daóiz fuerte y vigoroso, la pierna derecha adelantada, asomando del
pedestal un enorme zapatón popularmente celebrado.
No
fue Luis Daóiz y Torres un hombre alto, aunque bien proporcionado y de
facciones nobles y atractivas. Nació el héroe de la resistencia contra los
franceses en Sevilla, en la calle Hornos, el 10 de febrero de 1767, junto a la
plaza de la Gavidia, que en el siglo pasado era más recoleta, con perfiles
románticos. Tenía, por tanto, 41 años cuando arrostró el drama heroico de su
muerte.
Nacido
en el seno de una familia noble, fueron sus padres Martín Daóiz y Francisca de
Torres Ponce de León, hija de los condes de Miraflores. Estudió en el Colegio
de San Hermenegildo, pero ya no con los jesuitas, que fueron expulsados por
Carlos III el año del nacimiento de Daóiz. Pasó a la milicia en 1782, hechas
las pruebas de nobleza que se exigían en aquel entonces, e ingresó de cadete en
el Real Colegio de Artillería de Segovia. Terminados los estudios, estuvo en la
defensa de Ceuta contra Muley Yezid en 1787 y al año siguiente en Orán.
Declarada la guerra a la República francesa tras el regicidio de Luis XVI, pasó
al Rosellón donde intervino en la desafortunada campaña de 1794. Prisionero
durante un año hasta que se firmó la paz, pudo regresar a España. Lo vemos
después en la defensa de Cádiz contra los ingleses, hizo un par de viajes a
América en el navío San Ildefonso y a su regreso, en 1800, es destinado a
Sevilla, al tercer regimiento de artillería. En enero de 1808 pasa a Madrid al
mando de la tercera compañía a la Jefatura de Detall de Artillería y allí le
pilló los acontecimientos de ese aciago año.
El
descontento popular estalló en Madrid el 1 de mayo con silbidos y agresiones
aisladas contra soldados franceses. Esa misma noche, unos oficiales galos
comentaban en la fonda de Genieys los acontecimientos del día con expresiones
injuriosas para los españoles. Daóiz, que compartía una mesa contigua con otros
oficiales, les increpó y de la violenta discusión surgió un duelo que había de
celebrarse al día siguiente entre tres oficiales de cada bando.
Pero
el día siguiente estaba marcado por el destino. Las primeras descargas de los
franceses contra el pueblo de Madrid desencadenó la tragedia. Los madrileños
quieren armas y acuden al Parque de Artillería. Daóiz les abre las puertas. Un
batallón de Wesfalia avanza por la calle Fuencarral hasta las puertas del
Parque. Se entabla la lucha. Tres horas de combate sangriento. Muchas bajas. La
defensa se hace desesperada. Los franceses reciben refuerzos. El general
Lagrange se suma al combate con sus granaderos. Se presiente el final de
aquellos heroicos defensores. Daóiz, herido en una pierna, se sostiene
penosamente apoyado en un cañón. Lagrange se le acerca. Se increpan mutuamente.
Daóiz quiere repelerlo con su sable. Pero unos oficiales y soldados franceses
se le echaron encima y lo cosieron a bayonetazos.
Rafael
Arango, testigo de estos hechos, cuenta los últimos momentos de nuestro héroe
en su libro El 2 de mayo de 1808 (Madrid 1837):
–De
este modo villano fue como lograron los franceses teñir sus aceros con la
sangre del más valiente de los valientes, que pelearon aquel día por la más
justa de las causas. Por fortuna, su cuerpo no fue profanado: todavía respiraba
cuando llegaron a socorrerle; lo cargamos y condujimos a un cuarto inmediato a
la puerta y, teniéndole yo recostado sobre mi pecho, corrió su sangre
espiritosa por mi vestido. Su aspecto era allí el de un héroe moribundo a quien
no solamente rodeaban nuestros suspiros, nuestra admiración, nuestro respeto,
sino que algunos de los franceses, con recogimiento sentimental, se acercaron a
contemplarle y a ofrecer sus servicios con tal solicitud que uno de los
cirujanos posponiendo sus propios heridos se ocupó de curar a Daóiz y hasta
mandó a la botica por una bebida que le hizo tomar a cucharadas. Todo fue
infructuoso. El alma del hombre del Dos de Mayo se desenredaba ya de su
envoltura terrenal; la amarillez sombría de la efusión de sangre había
reemplazado el calor de su brío, nunca amortiguado en los peligros; movía
poquísimo y sin muestra de congoja aquellos miembros, muy ágiles en el combate;
de cuando en cuando abría entero los ojos... ¡únicos enjutos en aquella
luctuosa escena!... En tal extremidad lo llevaron a su casa, donde exhaló el
último aliento de su perseverancia en la lealtad española.
Amortajado
con su propio uniforme, el cuerpo de Daóiz recibió sepultura en el convento de
San Martín. Exhumados sus restos el 2 de mayo de 1814, fueron depositados junto
con los de Velarde en San Isidro el Real y más tarde, en 1841, trasladados al
monumento que se elevó en el Paseo del Prado a las víctimas del 2 de mayo.
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