Mi segundo encuentro con el fenómeno de
El Palmar de Troya tuvo lugar el 15 de mayo de 1970. Se había anunciado una
aparición singular de la Virgen con posible movimiento del sol como en Fátima.
Al Palmar de Troya han llegado gentes de todos los lugares de España, miles de
personas. Aún El Palmar no era coto exclusivo de Clemente Domínguez y Alonso Corral.
Había múltiples visionarios. A las visiones se apuntaba todo el que quería. Era
una tarde de intenso sol primaveral. La propaganda desplegada por los
organizadores había dado resultado positivo. Una España muy «typical» se había
dado cita en El Palmar para presenciar la aparición de la Virgen y sus
mensajes. Vi matrículas de coches de bastantes puntos de la geografía española.
Pero hasta que no llegué a El Palmar no pude calibrar la magnitud de la empresa
montada por sus organizadores. Tres kilómetros de coches aparcados –¿cinco,
diez mil personas?– bordeaban la carretera que da al lugar de las apariciones.
Bajo del coche. Me presento a un guardia
de tráfico:
–Por favor, ¿qué número de gente calcula
usted?
–No sé, mucha. Unas ochenta mil
personas.
¡Un guardia de tráfico bien exagerado!
Quitémosle un cero y dejémoslo en ocho mil, cifra más concorde con la realidad.
Comienzo a cruzarme con enfermos, gente
y más gente, ancianos con la tez mustia por falta de un buen sol campero... y
el lugar del acontecimiento. Realmente estaba todo programado. Un altar
aderezado con el gusto dulzón de nuestra Andalucía baja; y sus buenos
altavoces.
Topé con amigos de la Universidad,
profesores que, mezclados entre el público, habían acudido para calibrar este
fenómeno de masas. Me encontré también con una señora conocida, esposa de un
ginecólogo sevillano, que llevaba ratos y ratos mirando fijamente al sol
tórrido de Andalucía a las cinco de la tarde.
De pronto, al verme, exaltada e
histérica, comenzó a gritar:
–¡El sol se mueve! ¡El sol se mueve!
Y yo le respondí.
–Claro, señora, lleva usted un cuarto de
hora mirando al sol… ¡No se le va a mover! Está usted deslumbrada.
Por no decirle:
–Está usted histérica.
Ella me contestó:
–Usted es ateo, padre.
Y yo le contesté:
–Muchas gracias, señora –y me fui de su
lado.
¿Y bien? Pues, señores, aburrimiento
desesperante hasta el momento previsto. Dos horas aguanté un altavoz con voz
atronadora de un anciano sacerdote –de Zaragoza, creo recordar– que hablaba y
peroraba sin descanso. Confieso en verdad que hacía tiempo que no escuchaba
sermones de este calibre. La vieja retórica de nuestros púlpitos daba fuerza a este
buen cura bajo el sol impertérrito de Andalucía. Lo cual tiene su mérito.
Avemaría va, y avemaría viene. Finalizado el rosario a la caída de la tarde, llegó
el momento. Solicitaron silencio. Miré el reloj y eran exactamente las ocho y
veinte de la tarde. Se descorre el telón. Los videntes, unos diez o doce, entre
ellos Clemente Domínguez, forman un corro de rodillas y entrelazadas sus manos.
Todos ponen ojos vidriosos mirando hacia el cielo.
–¡Silencio, todos! –truena el altavoz.
E hicimos silencio. Lástima que los
organizadores no contaban con una vidente «contestataria», catalana ella, según
decían, que había comenzado mucho antes, allá por las cuatro de la tarde, una
extensa revelación que iba transcribiendo en un cuaderno. Iba vestida un poco a
lo «hippy» y alejada del núcleo central. Cuando se marchaba, la seguían dos jóvenes
de El Palmar con afán de desacreditarla:
–Esta no es del Palmar ni ná. Está
vestida de máscara; el demonio siempre tiene que meterse en estas cosas.
Pero vayamos al escenario central.
–¡Silencio, todos! La Virgen está aquí
presente en medio de nosotros...
Ocho y media: «La Virgen va a bendecir
el agua, en la mano de cada uno». Botellas de agua por los aires y el anuncio
inmediato de que quedaban bendecidas por la Virgen. «Le pido a todos mis hijos
enfermos que desde este momento me pidan con fe, porque si no hay fe, no podré
curarlos».
Comenzó el anuncio a todo gas de las
revelaciones de la Virgen. Yo creía que los enfermos no tenían por qué comenzar
a pedir desde ese momento con fe: su presencia allí testificaba una buena fe
religiosa. ¿Vendría el milagro? Oigo un grito. Por los altavoces piden de nuevo
silencio y que nadie se mueva.
Continúa la revelación. Esta vez va para
los paralíticos: «El que desconfía, es que no tiene fe». Intentan hacer caminar
a un niño poliomielítico de unos tres años y a una niña de siete. Los angelitos
sufren. Por esta vez no hay milagro. Se viven momentos de sugestión. El altavoz
sigue tintineando. Los momentos de histerismo colectivo se suceden. Hay escenas
para todos los gustos. Me acuerdo de muchas cosas: de los enfermos que sufren,
de la buena fe, de esa mujer, pobre anawim de Israel, que cuentan Lucas
y Mateo y que se llama María, madre de Jesús y nuestra.
Sigue el mensaje. Me espabilo para no
perderme palabra: «A los ciegos les pido que abran sus ojos, pero antes abran
sus corazones y me metan en ellos. Esto bastará para curarlos. El cielo obra
prodigios, pero antes quiero una confesión de pecados ante los sacerdotes
presentes...»
–Yo me marcho– y veo que un sacerdote se
fue.
–Ahora los ciegos: que se den con agua
bendita en los ojos. (Contraorden): Que sean los sacerdotes los que den con
agua en los ojos a los ciegos.
Oigo gritos. Y noto la voz que lee otro
trozo de mensaje: «En nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, que se levanten los que tengan fe. La Virgen lo puede todo. Es la
omnipotencia suplicante».
El histerismo sigue. Grupos que corren
para un lado y otro. Nada. La cosa decae. La gente marcha. Comentarios y
comentarios. Pregunto qué tanto por ciento ha venido por curiosidad. Creo que
es elevado y que la decepción ha sido profunda. Pero queda el epílogo. ¡Ya
tenemos un milagro! La gente corre hacia un lado de la loma. Corro yo también,
me abro paso y entrevisto a una señora con un niño descompuesto.
–El niño es sordomudo desde los seis
meses, y ahora habla.
–¿Cuántos años tiene?
–Quince años. Se llama Luis Fernando.
–¿Y usted?
–Fernanda Fernández de Morales, y soy de
Avilés.
Pongo la grabadora en la boca del niño.
–Luis Fernando, di algo…–le digo al
niño.
Y el niño responde:
–¡Humm…!
–Es que está nervioso, pero habla
–confiesa la madre.
–A ver, Luis Fernando, tranquilízate, di
alguna cosa.
–¡Humm…!
Confieso que escuché a la madre,
conmocionada, pero ni una palabra del niño.
–Está aturdido. No sabe hablar, pero
oye.
Dejé mi condición de periodista y me
salió la de un sacerdote enojado. Y le espeté a la señora:
–¡Eres una mala madre! ¡Usted es una
histérica! ¡Esto no se hace con un hijo!
Y volví a Sevilla. Esa tarde primaveral,
contemplé todo un espectáculo digno de los buenos tiempos iluministas. Al
volver al periódico para hacer la crónica, pinchó el coche. Era un citroën dos
caballos, el primer coche que tuve. Y pensé:
–¿Será la Virgen, que castiga mi
incredulidad?
(Continuará).
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