Pedro González de Mendoza, conocido bajo
el título de «Gran Cardenal de España», fue arzobispo de Sevilla de 1474 a 1482
para pasar posteriormente a Toledo, en cuya catedral tiene su enterramiento con
un monumento funerario que, al decir de Emilio Lambert, «es más un templo que
una tumba». Y Teófilo Gautier, contemplando su estatua yacente, exclamará: «No
está esculpido, ¡está petrificado!».
En la cumbre de su carrera eclesiástica y
con una inmensa fortuna, el Gran Cardenal de España había llegado también al
techo de su carrera política. Hasta su muerte siguió a la reina Isabel la
Católica, de la que era su principal mentor y se reveló a su lado como genial
político. Denominado también el «tercer rey de España», no había en Castilla
nadie que le hiciese sombra tras los Reyes Católicos. Cuando era obispo de
Calahorra, tuvo dos hijos de doña Mencía de Lemus: Rodrigo Díaz de Vivar,
marqués de Zenete, y Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito. Otro hijo,
tenido de doña Inés de Tovar, hija de un regidor de Valladolid, llamado Juan
Hurtado de Mendoza, participó años después en la lucha de las Comunidades.
Refugiado en Francia, murió allí oscuramente.
Son las travesuras del cardenal.
Se cuenta que un día se presentó a la
reina Isabel diciéndole que quería mostrarle sus pecados.
–Siendo vos cardenal, y sacerdote por
tanto, más entiendo yo ser quien os confiese los míos –respondió la reina.
Insistió Pedro González de Mendoza en
que sus pecados se hallaban en la antecámara y cuando hizo pasar a sus hijos a
presencia de la reina, esta exclamó:
–¡Bellos, muy bellos son vuestros
pecados, cardenal!
Cuento esto, recogido en mi libro Los Arzobispos de Sevilla. Luces y sombras
en la sede hispalense, porque en mi última publicación aparecida hace un
mes, Pedro Segura y Sáenz, semblanza de
un cardenal selvático, cuento que el tal cardenal también tuvo un hijo de
una señorita, quien, a raíz de este desliz, la hizo casar con su hermano
soltero, convirtiéndola así en cuñada. Ella tuvo después del hermano del
cardenal otros seis hijos, los célebres sobrinos del cardenal Segura.
Este dato, que conocía desde hace años,
lo clarifico ahora porque está contado y publicado en documentos provenientes
del Archivo Secreto Vaticano del período del papa Pío XI, que ya han visto la luz.
Y me limito a transcribir citas documentales provenientes de los mismos
archivos vaticanos ya publicados.
¿Tendría que haber callado esta travesura
del cardenal Segura, que ya es historia?
¿Tendría que haber callado las travesuras
del cardenal Mendoza?
¿Tendrían los historiadores eclesiásticos
que callar las travesuras de Alejandro VI, el Papa Borgia?
¿Debería el papa Francisco ocultar los
casos de pederastia en el clero y en obispos y no denunciarlo públicamente?
Hay una frase de Pío XII, pronunciada el
13 de junio de 1943, en plena Guerra Mundial, clarificadora:
–La Iglesia no teme la luz de la verdad
ni por el pasado, ni por el presente, ni por el futuro.
Y es que me han salido al menos tres
inquisidores que proscriben mi libro y ponen al autor de chupa dómine por haber
escrito un extenso libro de unas 560 páginas sobre la figura del cardenal
Segura, en la que describo sus sombras, pero también sus luces, y naturalmente
esa travesura de juventud del
cardenal, que está descrita con toda la delicadeza del mundo.
El primer inquisidor dio la cara en la Librería
San Pablo de Sevilla, donde el libro se vende, y muy bien. Era un seglar, algo
grasiento, fofo. Es la descripción que me han ofrecido. Y denunció al personal
de la librería el por qué se vendía allí ese libro nefando.
El segundo inquisidor apareció al día
siguiente. Era un clérigo joven, inconfundible por su clergyman, que incidió en
lo mismo.
Y llegamos al tercer inquisidor. El sábado
pasado, 23 de abril, Día del Libro y 400 Aniversario de la muerte de Cervantes,
firmaba yo libros en la dicha Librería San Pablo. La noticia había aparecido en
la Agenda de la Ciudad del periódico ABC. Y en esto que una llamada telefónica
fue recogida por el gerente de la librería. Y una voz, amparada en el
anonimato, se despachó con insultos y descalificativos hacia mi persona.
–¡Cómo es posible que un sacerdote pueda
escribir semejante cosa!
Y así otras lindezas e insultos, para
acabar con la amenaza:
–No volveré más por esa librería. Acaban
ustedes de perder un cliente de toda la vida.
Cuando el gerente me lo contó, solo le
pregunté:
–¿Tenía voz clerical?
Porque me temo que tal fuera el
susodicho tercer inquisidor.
La verdad duele pero nos hace más fuentes y grandes
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