Tenía por apellido Perea y era
portugués. Con ideas luteranas, había conseguido algunos adeptos en una tierra
como la nuestra poco propensa a estas desviaciones. Un día, a comienzos del año
1636, se presentaron los esbirros de la Inquisición de Sevilla en su casa para
conducirlo al castillo de San Jorge, en Triana. El tal Perea, parsimonioso y
cortés, no hizo resistencia alguna, pero pidió a los gendarmes de la
Inquisición un instante para hacer una necesidad imperiosa. Se lo concedieron.
Aguardaron los esbirros hasta un cuarto de hora, tiempo suficiente para evacuar
todo hijo de cristiano, y, cuando escamados abrieron la puerta, pudieron
comprobar cómo el portugués se había esfumado por una ventana. La Inquisición,
siguiendo la mecánica de su procedimiento, llevó el caso adelante, ausente el
reo, y lo condenó en Auto de fe celebrado en San Marcos el 23 de agosto de 1637
a ser quemado vivo. Un monigote de paja sustituyó al portugués Perea que, al
decir de Góngora, «súpose más tarde que estaba en Holanda y por eso quemó su
estatua entre otras».
Y así ocurrió cómo un portugués, por
nombre Perea, se rio de la Inquisición.
No ocurrió lo mismo un siglo
después con María de los Dolores López,
más conocida por el apodo de la Beata Ciega. Por Sevilla corría la voz
de que la condenaban por bruja e historias divulgadas por viajeros extranjeros,
como el marqués de Langle, en su Voyage d’Espagne, la suponían joven
y hermosa. Pero la beata Dolores era simplemente una iluminada, atacada de
molinosismo. Y para más inri, «además de ciega, era negrísima, repugnante y más
horrenda que la vieja Cañizares del Coloquio de los perros», al decir de
Menéndez y Pelayo.
Espíritu rebelde, a los doce años escapó
de casa y vivió amancebada con su confesor, quien, a los cuatro años, a las
puertas de la muerte, movido de arrepentimiento, pedía a gritos que le quitasen
de su lado a la ciega. Pretendió entrar en el convento de Belén, en la Alameda,
de carmelitas calzadas, con pretensiones de organista, pero fue echada. En
Marchena tomó el hábito de beata y embaucó a todos con sus arrobos místicos y
fingida santidad. Llamaba al Niño Jesús el tiñosito. En Lucena pervirtió
a un confesor como había pervertido al primero.
Vuelta a Sevilla, fue delatada por otro
confesor en 1779 y prendida en los lazos del Santo Oficio. El proceso duró dos
años en los que no se pudo conseguir se confesara culpable. Su discurso siempre
era el mismo: desde los cuatro años había sido favorecida por el Señor, tenía
trato familiar con la Virgen María, se había desposado con el Niño Jesús,
siendo testigos san José y san Agustín, y había liberado de las penas del
purgatorio a millones de almas.
El beato Diego José de Cádiz trató de
catequizarla durante dos meses, pero se sintió derrotado y convencido de que
aquella mujer tenía en el cuerpo el demonio molinosista. Relajada al brazo
secular, sufrió auto de fe el 24 de agosto de 1781, día de san Bartolomé.
La relación que cuenta el auto de fe
contra esta pobre mujer se halla en el libro corriente de acuerdos de la
Hermandad de San Pedro Mártir, formada por inquisidores, ministros y familiares
de la Inquisición, transcrita por Matute en sus Anales. Trataré de
resumirlo.
A las 8 de la mañana, la sacaron de las
cárceles de la Inquisición montada en un jumento y adornada de coroza con
llamas, aspa y demás preseas que distinguen los reos de este tribunal. Ya en
el Castillo de Triana se hallaba reunido el clero parroquial de Santa Ana, que
salió procesionalmente delante con su cruz cubierta, y le seguía la Hermandad
de San Pedro Mártir con su estandarte, cubierta la cruz con un tafetán morado.
En el centro iba la reo, con un aspecto burlón, que manifestaba darle poco
cuidado la pena que iba a sufrir, y profería palabras escandalosas, que
indicaban su impenitencia. La acompañaban el alguacil mayor y el alcaide de las
cárceles secretas, quienes jamás la abandonaron hasta que fue entregada al
brazo secular. Muchos religiosos de virtud y letras la iban exhortando por si
lograban su arrepentimiento; pero todo en balde. La comitiva se dirigió a la
puerta de Triana e iglesia de San Pablo, de los dominicos, en cuyo presbiterio
al lado del evangelio esperaban los Inquisidores. Delante tenían una mesa con
cubierta carmesí. Al lado de la capilla mayor se colocó el estandarte de la
hermandad y a su izquierda la Cruz parroquial, teniendo aquel dos cirios de
cera amarilla apagados, y lo mismo los ciriales. Al lado de la epístola se
acomodó una mesa para los secretarios del Tribunal en la que se puso el arca
que custodiaba la sentencia. Fuera de la capilla mayor se elevó un tablado con
gradillas para subir y alrededor bancos que ocuparon los calificadores y
religiosos que acompañaban a la reo, algunos familiares y otros dependientes
del Tribunal. En el centro se construyó una jaula en que estuvo la rea, y a
los lados se situaron el alguacil mayor y el alcaide. Colocados en sus asientos
todas las personas de distinción que concurrieron, empezó la misa con seis
velas amarillas encendidas. Concluido el Introito se sentaron y en el púlpito
leyeron el extracto del proceso y la sentencia los secretarios y un religioso
dominico, alternando en su lectura por lo dilatado de la causa. Por ella se
declaraba excomulgada a María de los Dolores López, y como impenitente e
incursa en las herejías de Molinos y de los Flagelantes se relajaba al brazo
secular, y mandaba entregar a sus jueces, suplicándoles la mirasen con
benignidad.
Enseguida hizo una exhortación al pueblo
el calificador D. Teodomiro Díaz de la Vega, del Oratorio de San Felipe Neri,
manifestando la justificación del Tribunal, y la gravedad de los delitos de
aquella infeliz ciega de cuerpo y alma, concluyendo que la encomendasen a Dios
para que ablandase su corazón y la redujese a penitencia. Inmediatamente la
sacaron de la iglesia y continuó la misa que, concluida, los inquisidores y ministros
titulares en su carroza y coches se volvieron al castillo de Triana, donde los
primeros tenían sus habitaciones. Así como habían venido procesionalmente,
condujeron a la reo a la Plaza de San Francisco para su entrega al brazo
secular. Este le impuso la pena de ser quemada viva, a no ser que se
convirtiese; en este caso, sufrida la pena ordinaria, su cadáver sea entregado
al fuego, cuya sentencia le fue notificada. En aquel punto, rompió un llanto
tan amargo, que se interpretó que Dios había tocado su corazón. Estos auxilios
fueron ayudados de las exhortaciones de los religiosos que nunca la
desampararon, y conducida a la cárcel, confesó sus culpas al P. Teodomiro Díaz
de la Vega, a quien escogió para confesarse. Hasta las cinco de la tarde
continuaron los santos propósitos, repetidos con fervorosos actos de
contrición. En aquella hora, la sacaron los ministros de la justicia real y la
condujeron al quemadero en el Prado de San Sebastián; allí confesó otra vez,
con muestras de verdadero arrepentimiento, y habiéndosele dado garrote, su
cuerpo fue arrojado al fuego, que lo convirtió en cenizas.
Blanco White confiesa cómo a sus seis
años presenció la ejecución de esta pobre vieja y ciega. De todos los pueblos
cercanos a Sevilla llegaron gente también para ver este triste espectáculo.
Hasta el punto que con el peso de la multitud sobre el puente de barcas se
rompió una viga de las compuertas con riesgo de haber sucedido una desgracia.
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