Hoy Sevilla y media España están llenas
de tiendas de chinos. Es una invasión. Pero a mediados del siglo pasado no era
así. Al menos, que se sepa, había por entonces un chinito en Sevilla que en el
tórrido verano que padecemos se pasaba las horas de la siesta en la catedral.
Intrigado don Tomás Castrillo Aguado, canónigo y vicario general del cardenal
Segura, se le acercó un día y le preguntó:
–¿Chinito ser cristiano?
Y el chinito le respondió:
–No, chinito estar fritito.
Y es que en Sevilla el lugar más fresco
en verano era acogerse a la sombra de los muros de la catedral. Hoy se ha
secularizado el lugar y la gente mayor prefiere El Corte Inglés.
Tomás Castrillo Aguado perdió el puesto
de vicario general en 1953 por haber introducido a Franco en la catedral bajo
palio. El Caudillo había llegado a Sevilla con su esposa doña Carmen y su nieta
Carmencita para pasar la Feria de Abril. Y el cardenal Segura, en prevención, se
quitó de en medio y se dio tres semanas de ejercicios espirituales a señoras y
señoritas, a sacerdotes, y a caballeros y jóvenes en el Cerro de los Sagrados
Corazones.
El día antes de su marcha de Sevilla,
Franco acude a la catedral y el cabildo le abrió la Puerta de los Príncipes,
recibido el Caudillo y señora por el vicario general Castrillo Aguado y los
canónigos, que los llevaron bajo palio hasta la Virgen de los Reyes, donde se
cantó una salve.
Días más tarde, cuando Segura bajó del
Cerro, tuvo a bien cesar en su cargo de vicario general a Castrillo Aguado y
nombrar a un hombre gris adicto a la púrpura.
Esto del palio, por asociación de ideas,
me lleva a don Silvestre, cura de pueblo, de un pueblo andaluz, que al decir de
José María Pemán, predicaba «el evangelio de los analfabetos».
–El padre Silvestre –cuenta Pemán–,
pequeño y ágil, es un manojillo de nervios, tembloroso como un flan de huevos y
embutido en una sotana y una bufanda que fueron negras, pero que hoy son, como
las hojas de otoño, pardas como tornasoles de oro.
Y cuenta curiosidades de este padre
Silvestre, del que no se conoce apellido alguno.
–Añadirle un Pérez o un Rodríguez sería
inferirle el agravio de suponer que en el mundo pudiera haber otro padre
Silvestre que no fuera él. Además (esto os lo revelo en secreto), el padre
Silvestre, en este punto, guarda un doloroso secreto. Aunque es andaluz, tiene
un duro y áspero apellido vasco. Se llama Exangoitia. Y él, conocedor de esta
raza andaluza, burlona y artista, comprende perfectamente que aquel absurdo montón
de letras, con su X y sus diptongos, pudiera ser una barrera infranqueable
entre su rebaño de fieles y él. Por eso lo oculta cuidadosamente, como un
pecado.
El padre Silvestre recibe dos revistas:
el boletín de Propaganda Fidei y un semanario taurino. Le gustan los toros, es
belmontista. Pero ocurre que para las fiestas de la patrona se va a lidiar un
toro y viene nada menos que Joselito.
Le llega una comisión del Ayuntamiento a
su despacho.
–¿Sabe usted, padre Silvestre, que viene
Oselito…?
–Sí, sí; ya sé que viene para la feria
ese larguirucho. ¿Y qué?
–Como Oselito es el rey del toreo,
queremos se le reciba «divinamente», como a un rey. Y habíamos pensado que
quizá…, si usté no tiene reparo…, podríamos ir a recibirlo…, si usté nos lo
presta…, con el palio.
El padre Silvestre se levantó del sillón
de su despacho y les dijo:
–¡Fuera de aquí, calabazas! ¿Atreverse a
pedirme el palio para recibir a Joselito? ¡El palio nada menos! Pero, ¿saben
ustedes lo que es el palio? ¡Fuera de aquí, profanadores!
Y cuando se fueron, profirió para sus
adentros:
–Todavía… ¡si fuera para Belmonte!
El día de la patrona, sale la Virgen en
procesión por las calles. Todos los años, se producía un atasco a la salida de
la procesión. Todas las mujeres se hacían las remolonas para salir las últimas
junto al paso de la Virgen y no había manera de que la procesión saliera de la
iglesia. Pero don Silvestre supo resolverlo de inmediato el primer año de su
curato en el pueblo. Subió al púlpito y comenzó a dar las órdenes pertinentes a
la organización procesional:
–¡Salga primero la Cruz!... ¡Ahora, los
ciriales!...
Llegó el turno de las señoras. Don
Silvestre continuó:
–Ahora las señoras… Salgan formando por
orden de edad. Primero las más jovencitas… Las viejas junto al paso…
Asunto
resuelto. Desde ese momento, todos los años la procesión salía con fluidez y
casi con mal disimulada precipitación.
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