Acabo de visitar a una monja de clausura
amiga. Simpática, siempre la sonrisa en los labios, ha pasado en su convento
dominicano por todos los cargos, incluido el de priora. En ese momento estaba
de cocina y la saqué de los pucheros, como a Santa Teresa, al locutorio para regalarle
el libro que me había pedido y que he escrito sobre el cardenal Segura, quien
fuera arzobispo primado de Toledo, expulsado por la República en 1931, y
arzobispo de Sevilla de 1937 a 1954. Libro que he titulado: Pedro Segura y Sáenz. Semblanza de un
cardenal selvático, y que tanto ruido está dando en ciertas mentes
ultramontanas.
Le dije:
–Este libro está en el Índice de Libros
Prohibidos de la diócesis de Sevilla, impedida su venta en la Librería del
Palacio Arzobispal. ¿No sería bueno que pidiera permiso a su excelencia reverendísima
para leerlo?
Una sonrisa pícara bastó para que
pasáramos a otro tema.
Me contó algo que le había inquietado.
Un señor, benefactor del convento, le había pronosticado unos días antes un mal
augurio:
–La Iglesia se acaba. No tiene futuro…
Y ante la desazón de mi monja amiga tuve
que confortarla con argumentos que bien pueden ser parte de la reflexión
siguiente. Le dije:
–¡No tengas miedo!
La célebre frase de Juan Pablo II en la
logia de San Pedro al inicio de su pontificado en 1978 y repetida en la plaza
de San Pedro por Benedicto XVI en el día en el que se llamaba tiempo atrás
«coronación» era:
–Non abbiate paura! ¡No tengáis miedo!
Es lo que dijo Jesús a Simón Pedro:
–Tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. (Mt 16, 18).
Lo ha dicho también el papa Francisco a
los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud tenida recientemente en
Cracovia (Polonia):
–No sé si yo estaré en la próxima
Jornada Mundial. Pero sí estará Pedro.
Pedro es él, Pedro es todo Papa que se
sienta en la Cátedra de San Pedro. Puede que dentro de tres años él ya no esté,
sumido por la edad, pero ciertamente estará otro Papa que será igualmente
Pedro. Y sobre esa «piedra» –dice el Señor– «el poder del infierno no la
derrotará».
Basta repasar la historia para
cerciorarse de los muchos momentos en los que la Iglesia se ha hallado en
situación límite, como para que un cristiano pesimista se hubiera dicho:
–Esto es el final.
Sin adentrarnos mucho en el tiempo,
tomemos la Revolución Francesa, que alzó en vez de un altar la guillotina en la
Plaza de la Revolución (hoy Plaza de la Concordia), en el mismo lugar donde
surgía el monumento abatido de Luis XV. Robespierre, el mentor de tal
instrumento –un Robespierre que se había propuesto realizar el Reino de la Virtud, él que vivía como un
asceta, sin casa propia, sin beber alcohol, sin frecuentar mujeres…– era el
«virtuoso» revolucionario que llevó con absoluta indiferencia a tanta criatura,
al rey, a la reina, a los aristócratas, al clero, a hombres y mujeres, a
jóvenes y viejos, a aquella guillotina que no tuvo el gusto de visitar hasta el
día en que él mismo fue conducido a ella. Pues esa Revolución Francesa se
enfrentó duramente con la Iglesia católica que pasó a depender del Estado. Años
de dura represión para el clero, con prisión y masacre de sacerdotes en toda
Francia.
El
viejo calendario gregoriano, que impera en el mundo, fue anulado en favor de un
calendario republicano –el «Calendario de la Razón»– y una nueva Era, sustituta
de la cristiana, que establecía como primer día el 22 de septiembre de 1792.
Una terrible descristianización corrió por toda Francia con destrucción de
cruces, campanas y otros signos externos de culto. Se instituyó un credo
revolucionario y cívico que incluía el Culto a la Razón y el Culto al Ser
Supremo. Y la promulgación de una ley el 21 de octubre de 1793 condenando a
muerte a todos los sacerdotes que no prestasen juramento de fidelidad al
régimen.
Después
llegaría Napoleón y la deportación del papa Pío VI, prisionero en Francia…
Pero
aquello pasó. Napoleón, que amenazó con borrar del mapa a la Iglesia católica,
tuvo la respuesta ocurrente del cardenal Consalvi, secretario de Estado:
–No
podrá, Excelencia. ¡No han podido con ella ni siquiera los cardenales…!
A mediados del siglo XX no había otro
peligro al parecer más importante para la Iglesia que su confrontación con el
marxismo. Parecía una especie de primavera la filosofía marxista que pilló a
muchos cristianos, intelectuales o menos. Incluso del clero. Muchos que, aunque
parezca increíble, parecían congeniar con la expresión de Sartre: el marxismo
como «horizonte definitivo e insuperable de la historia humana».
Hoy el problema ya no es el comunismo,
que, como poder mundial, parece acabado, con residuos en China, Corea del Norte
o Cuba. Y anecdóticamente en un «coleta» aparecido en España con otros acólitos
que quieren resucitar el viejo marxismo.
El problema que se cierne hoy sobre
Occidente y sobre la Iglesia es el islam. Un islam que se ha colado por las
fronteras de una Europa imbuida de racionalismo, secularismo y laicismo. Un islam
que no ha pasado como el cristianismo esas fases de la Reforma, del
Renacimiento, del Siglo de las Luces, como ha purgado la Iglesia saliendo viva
de todas ellas. Un islam que no trata de convertir porque no tiene vocación
misionera. Nunca la ha tenido. Trata de someter a su dominio las tierras
conquistadas. Un islam que ya cuenta en Francia con 2.248 mezquitas declaradas
(60 de ellas en París), mientras desaparecen iglesias.
Pues a pesar de esto, del buenismo de
cierto catolicismo ante este grave problema y ante una cultura de las
instituciones europeas claramente anticristianas, no tengamos miedo.
Pasará también…
Non abbiate paura!
Pero hay que concienciarse del peligro.
Y saber reaccionar…
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