Pronto, en octubre, se van a cumplir 50
años de mi primera estancia en Roma. A la llegada de los alumnos españoles a la
Estación Termini nos recogió el bus del Colegio Español y camino del Colegio se
pasó por la Plaza de San Pedro, para que tuviéramos una vista del Vaticano. Era
de noche y la fachada de San Pedro estaba iluminada. Fue emocionante para el
joven clérigo que yo era entonces. Sin embargo, al papa reinante, Pablo VI, no
pude verlo hasta ya entrado diciembre porque poco después, en noviembre, sería
sometido a una operación de próstata. Un papa que ha pasado a la historia
reciente como el hombre sufriente. Lo dijo él cuando ya no se pudo sustraer en
el cónclave a la voluntad de los cardenales:
–Tal vez el Señor me ha llamado a este
servicio, no porque tenga cierta aptitud, sino porque sufra algo por la
Iglesia.
Durante todo el cónclave no dejaba de
repetir a los cardenales:
–¡No tiene necesidad de mí la Iglesia!
Pablo
VI era un tímido. Un hamletiano. «Hamlet-Montini», le llamaban en el Vaticano
cuando él dirigía una de las dos secretarías de Estado con Pío XII. Y, sin
embargo, se dijo de él que «en este siglo (el XX) era el hombre más adaptado
para convertirse en papa».
Juan
XXIII decía de él:
–Nuestro
Eminentísimo Hamlet.
Y el
cardenal Spellman, arzobispo de Nueva York:
–Un
enigma viviente.
«Papa
de la duda», lo fue menos por la irresolución con que se le acusaba, cuanto por
la complejidad de los nuevos problemas surgidos en la Iglesia tras el Concilio
Vaticano II. La duda entre ser «Pedro», con la tarea de conservar el pasado, y
ser «Pablo», para encontrar caminos nuevos que forjar la tradición del mañana.
En su
alabanza, su amigo Jean Guitton dirá de él:
–Es un
alma especialmente receptiva y sensible; conviene aplicarle el epíteto que
damos a ciertas flores cuyos pétalos parecen órganos de los sentidos: sensitiva
es su conciencia, su manera de escuchar, de comprender, de percibir, de
callarse… Una calma que se mueve de manera magnética.
Después de su operación de próstata,
entramos en el año 1968. Parece físicamente cambiado. Una mirada demacrada. Una
marcha más lenta. Apenas come y duerme menos. Y sin embargo sigue con su
actividad.
Pero entre los periodistas ha corrido un
rumor. El papa ha pensado en dimitir. Hoy sabemos de una renuncia al papado por
el caso Benedicto XVI, papa emérito. Pero en aquel entonces se hablaba de que
en la historia de la Iglesia tan solo había habido un caso, el del piadoso
ermitaño Pierre de Morrone, que subió al trono pontificio con el nombre de Celestino
V, elegido en 1294, después de dos años de votaciones, porque los Orsini no
querían que un Colonna fuera papa y los Colonna pensaban lo mismo de los
Orsini… Eligieron a un ermitaño que entró en Roma a lomos de un burro y reinó
cinco meses antes de declararse impropio para dirigir los destinos de la
Iglesia. Se retiró cerca de Agnani donde murió en olor de santidad en 1296, a
los 81 años.
Lo que entonces se rumoreaba –la renuncia
al papado de Pablo VI– y que no lo realizó tal vez por su timidez o más bien
disuadido por sus colaboradores inmediatos, se ha confirmado en estos días. El
cardenal Re, prefecto emérito de la Congregación de los Obispos, ha dado a
conocer hace unos días en una revista de Bérgamo, recogida por el cotidiano Avvenire,
que Pablo VI tenía preparadas dos cartas de renuncia.
–Me las mostró san Juan Pablo II –ha revelado
el purpurado.
Pablo VI tenía en un cajón de su mesa de
despacho dos cartas listas con su renuncia, en caso de que quedara inconsciente
por alguna enfermedad o por algún evento inesperado. El Código de derecho
canónico, vigente en esa época, contemplaba que el Papa no podía renunciar sin
la aceptación del Colegio Cardenalicio. La segunda carta invitaba al secretario
de Estado de la Santa Sede para que convenciera a los cardenales a aceptar su
dimisión.
El cardenal Re, cuyo sueño era «ser
párroco» aunque llegó a cardenal, hace un repaso a sus «seis papas».
–Para abrir el Concilio fue necesario Juan
XXIII, quien tenía gran confianza en Dios y en los hombres. Pablo VI fue el
papa que simplificó la curia y quería simplificación e internacionalización de
los cargos. El papa Luciani me dijo que el papado era un peso demasiado grande
para sus espaldas. Juan Pablo II, un gran hombre y un gran santo. Benedicto
XVI, un gran teólogo, una persona suave, con la fama de ser duro pero no es
así. Es bueno y bondadoso, tiene una inteligencia extraordinaria. Y Francisco, el
papa justo en el momento justo.
Ya no estoy en situación de viajes, por mi
salud. Pero siempre que he acudido a Roma, al llegar a la Ciudad Eterna, he visitado
la basílica de San Pedro y en ella una especial oración ante la tumba de san
Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y ante la sencilla lápida sin monumento
alguno que oculta bajo ella los restos de Pablo VI. Un papa sufriente al que
tengo especial afecto. Pienso que, si su vida hubiera transcurrido por otros
derroteros, hubiera sido un gran escritor en lengua italiana. Tan elegante era
su estilo.
Monseñor Ramón Buxarrais deja Melilla tras 27 años en la ciudad.
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