El próximo 8 de diciembre, festividad de la
Inmaculada, se cumplen 400 años de juramento solemne de la ciudad de Sevilla a
la Inmaculada Concepción. Uno y otro Cabildo se pusieron de acuerdo en dar el
mayor realce posible a este juramento. Como corresponde a la ciudad más
concepcionista y para ejemplo de las ciudades del reino.
El Cabildo catedral se preocupó de que este
acto tuviera el realce de la fiesta del Corpus: repiques de campanas,
luminarias en la torre y en la iglesia, vísperas solemnes, baile de los Seises,
procesión por las últimas naves del templo y estación ante la Virgen de los
Reyes... y la redacción de la fórmula del juramento, un texto solemne acorde
con el marco suntuoso en el que se ha de pronunciar.
Monumento a la Inmaculada,
erigido en el
Tercer Centenario del Voto
Inmaculista de la Ciudad de Sevilla.
El Cabildo secular invitaría a la población
a poner colgaduras de bellos tapices en los balcones, iluminaciones en los
palacios, banderas, flámulas y gallardetes en la torre del Oro, con un
estandarte de seda en su remate que diga: María concebida sin pecado
original. Vistosas banderas en las Casas Consistoriales, Contratación,
Audiencia Real, Lonja de los Mercaderes y demás edificios públicos. Y en el
río, a la hora del juramento, que todas las naves, nacionales o extranjeras,
gasten sus salvas en honor de este misterio.
Todo está preparado. El 7 de diciembre, por
la tarde, hubo vísperas en la catedral, oficiadas por el viejo arzobispo. La
Ciudad acudió desde las Casas Consistoriales precedida de los porteros de maza,
vestidos de garnachas y gorras de terciopelo encarnado, veinte alguaciles a
caballo, trompetas y demás acompañamiento. La Giralda con sus repiques y la
gente inundando las calles, todo anunciaba fiesta grande en Sevilla.
Al día siguiente, 8 de diciembre, la misma
puesta en escena de la víspera. Después del canto de Prima, el Cabildo catedral
se acercó al palacio arzobispal para acompañar al arzobispo don Pedro de Castro
a la iglesia mayor. El Cabildo secular llegó con el mismo aparato de la tarde
anterior. Revestido el arzobispo con los ornamentos pontificales, se entonó
Tercia. Después, se organizó la procesión claustral. Las cruces parroquiales
precedían a la catedralicia, el clero tras sus cruces, los capellanes y
beneficiados detrás, los canónigos con capa blanca con palias y cenefas
bordadas, los dignidades mitrados, el prelado con sus asistentes, la música,
los cantores, los Seises, las danzas... y la Ciudad, presidida por el conde de
Salvatierra. Primera estación a la capilla de la Virgen de la Antigua. Después,
recorrido por las últimas naves y llegada a la capilla de la Virgen de los
Reyes, segunda estación. El prelado rezó las preces propias de la Concepción, y
los Seises entonaron la antífona Conceptio tua Dei genitrix Virgo...
Cuando terminó la procesión y se llegó al
altar mayor para comenzar la misa, era la hora del mediodía. Predicó el jesuita
Juan de Pineda, que no habló esta vez del misterio, sino de la fiesta que se
estaba celebrando.
Y comenzó el momento del juramento. El
reloj iba a dar la una de la tarde. El texto, escrito en latín, se hallaba
impreso en una tabla guarnecida de piedras preciosas. El diácono, precedido del
maestro de ceremonia, la portó solemnemente al centro del presbiterio y,
mirando hacia el altar, entonó con voz alta y majestuosa en solemne latín, que
traduzco:
–Postrados a tus pies, oh María reina del
cielo y tierra… Nos don Pedro de Castro, por la gracia de Cristo hijo tuyo, y
de la Sede Apostólica arzobispo de Sevilla, y la venerable junta de nuestro
Cabildo, y la muy noble y muy leal Ciudad de Sevilla... en este alegre y fausto
día de tu festividad: Confesamos que tú, oh Madre de Dios, en el primer
instante de tu Concepción, fuiste preservada del pecado original por los
méritos de Cristo tu Hijo, previsto ya desde su misma eternidad, y ponemos a
Dios y a tu Hijo por testigos que sostendremos firme y constantemente hasta el
último trance de nuestra vida esta sentencia de tu preservación del pecado
original y lo enseñaremos pública y privadamente con la ayuda de Dios… Esta
sentencia, voto y juramento los ponemos a los pies de nuestro santísimo señor
Paulo Papa V para que se digne confirmarlo con su Apostólica bendición.
El diácono levantó el tono de su cantinela
y, puestos todos de rodillas, prosiguió:
–Tú, pues, oh dichosa, oh sumamente dichosa, Beatísima Virgen,
que desde la eternidad y antes de los siglos fuiste elegida y preservada por el
mismo Dios, engrandece a nuestro santísimo señor Papa Paulo, para que tenga una
paz y felicidad duraderas, llena de todo bien a nuestro católico rey Felipe
(que constantemente se ofrece a tu Concepción sin mancha) y concédele la honra
y gloria de una larga vejez y de un Imperio justo. Y a todos nosotros dígnate
de alcanzar la pureza de costumbres y aborrecimiento de las inmundicias del
pecado. En Sevilla, en el día 8 de diciembre, año de 1617.
El coro respondió con un majestuoso Deo
gratias, acompañado por la orquesta.
El subdiácono tomó el libro de los
Evangelios y, acompañado por el maestro de ceremonias y por el asistente mayor,
don Félix de Guzmán, se acercó al arzobispo, que permanecía de pie y sin mitra
en su sitial. El asistente le interrogó:
–¿Su señoría ilustrísima promete y jura por
estos Santos Evangelios de Dios confesar siempre y defender esta opinión?
Y el arzobispo, puestas las manos sobre los
Evangelios, contestó:
–Así lo ofrezco, así lo juro, así lo
prometo, así Dios me ayude y estos Santos Evangelios. Amén.
En ese momento, la Giralda estalló en
repique de gloria, coreada por las demás torres de la ciudad. Los barcos y
bajeles del Guadalquivir atronaron sus salvas. Se abrieron las puertas del
templo y las danzas penetraron en la catedral, mientras sonaba la música entre
sus naves. Dos mil aleluyas caían desde las tribunas sobre los
asistentes, con esta leyenda impresa: María concebida sin pecado original.
El delirio se hizo dentro y fuera del templo catedralicio.
Sentado el arzobispo, con su mitra sobre
las sienes, y puesto el libro de los Evangelios en su atril, comenzaron a jurar
las corporaciones presentes. Primero, el Cabildo capitular, seguido del
secular. Los regidores iban con sus armas, puesto que era un juramento de
defensa. Los capellanes y veinteneros, la clerecía...
Eran las cuatro de la tarde cuando terminó
la misa. En Sevilla continuaron las celebraciones. La más sonada fue la fiesta
de toros y cañas que organizó don Melchor del Alcázar. No se tuvo hasta el 19
de diciembre, porque desde el día de la Inmaculada comenzó a llover con insistencia.
Sosegado el tiempo, la plaza de San Francisco se convirtió en coso taurino, con
la lidia de unos doce toros y el juego de cañas por dos lucidas cuadrillas de
caballeros, cuyas cabezas eran el marqués de Ayamonte y don Melchor del
Alcázar.
Gracias.
ResponderEliminarPrecioso artículo.