martes, 5 de diciembre de 2017

Voto Inmaculista de la ciudad de Sevilla. Cuarto Centenario (1617-2017)

El próximo 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada, se cumplen 400 años de juramento solemne de la ciudad de Sevilla a la Inmaculada Concepción. Uno y otro Cabildo se pusieron de acuerdo en dar el mayor realce posible a este juramento. Como corresponde a la ciudad más concepcionista y para ejemplo de las ciudades del reino.
El Cabildo catedral se preocupó de que este acto tuviera el realce de la fiesta del Corpus: repiques de campanas, luminarias en la torre y en la iglesia, vísperas solemnes, baile de los Seises, procesión por las últimas naves del templo y estación ante la Virgen de los Reyes... y la redacción de la fórmula del juramento, un texto solemne acorde con el marco suntuoso en el que se ha de pronunciar.


Monumento a la Inmaculada, erigido en el
Tercer Centenario del Voto Inmaculista de la Ciudad de Sevilla.

El Cabildo secular invitaría a la población a poner colgaduras de bellos tapices en los balcones, iluminaciones en los palacios, banderas, flámulas y gallardetes en la torre del Oro, con un estandarte de seda en su remate que diga: María concebida sin pecado original. Vistosas banderas en las Casas Consistoriales, Contratación, Audiencia Real, Lonja de los Mercaderes y demás edificios públicos. Y en el río, a la hora del juramento, que todas las naves, nacionales o extranjeras, gasten sus salvas en honor de este misterio.
Todo está preparado. El 7 de diciembre, por la tarde, hubo vísperas en la catedral, oficiadas por el viejo arzobispo. La Ciudad acudió desde las Casas Consistoriales precedida de los porteros de maza, vestidos de garnachas y gorras de terciopelo encarnado, veinte alguaciles a caballo, trompetas y demás acompañamiento. La Giralda con sus repiques y la gente inundando las calles, todo anunciaba fiesta grande en Sevilla.
Al día siguiente, 8 de diciembre, la misma puesta en escena de la víspera. Después del canto de Prima, el Cabildo catedral se acercó al palacio arzobispal para acompañar al arzobispo don Pedro de Castro a la iglesia mayor. El Cabildo secular llegó con el mismo aparato de la tarde anterior. Revestido el arzobispo con los ornamentos pontificales, se entonó Tercia. Después, se organizó la procesión claustral. Las cruces parroquiales precedían a la catedralicia, el clero tras sus cruces, los capellanes y beneficiados detrás, los canónigos con capa blanca con palias y cenefas bordadas, los dignidades mitrados, el prelado con sus asistentes, la música, los cantores, los Seises, las danzas... y la Ciudad, presidida por el conde de Salvatierra. Primera estación a la capilla de la Virgen de la Antigua. Después, recorrido por las últimas naves y llegada a la capilla de la Virgen de los Reyes, segunda estación. El prelado rezó las preces propias de la Concepción, y los Seises entonaron la antífona Conceptio tua Dei genitrix Virgo...
Cuando terminó la procesión y se llegó al altar mayor para comenzar la misa, era la hora del mediodía. Predicó el jesuita Juan de Pineda, que no habló esta vez del misterio, sino de la fiesta que se estaba celebrando.
Y comenzó el momento del juramento. El reloj iba a dar la una de la tarde. El texto, escrito en latín, se hallaba impreso en una tabla guarnecida de piedras preciosas. El diácono, precedido del maestro de ceremonia, la portó solemnemente al centro del presbiterio y, mirando hacia el altar, entonó con voz alta y majestuosa en solemne latín, que traduzco:
–Postrados a tus pies, oh María reina del cielo y tierra… Nos don Pedro de Castro, por la gracia de Cristo hijo tuyo, y de la Sede Apostólica arzobispo de Sevilla, y la venerable junta de nuestro Cabildo, y la muy noble y muy leal Ciudad de Sevilla... en este alegre y fausto día de tu festividad: Confesamos que tú, oh Madre de Dios, en el primer instante de tu Concepción, fuiste preservada del pecado original por los méritos de Cristo tu Hijo, previsto ya desde su misma eternidad, y ponemos a Dios y a tu Hijo por testigos que sostendremos firme y constantemente hasta el último trance de nuestra vida esta sentencia de tu preservación del pecado original y lo enseñaremos pública y privadamente con la ayuda de Dios… Esta sentencia, voto y juramento los ponemos a los pies de nuestro santísimo señor Paulo Papa V para que se digne confirmarlo con su Apostólica bendición.
El diácono levantó el tono de su cantinela y, puestos todos de rodillas, prosiguió:
Tú, pues, oh dichosa, oh sumamente dichosa, Beatísima Virgen, que desde la eternidad y antes de los siglos fuiste elegida y preservada por el mismo Dios, engrandece a nuestro santísimo señor Papa Paulo, para que tenga una paz y felicidad duraderas, llena de todo bien a nuestro católico rey Felipe (que constantemente se ofrece a tu Concepción sin mancha) y concédele la honra y gloria de una larga vejez y de un Imperio justo. Y a todos nosotros dígnate de alcanzar la pureza de costumbres y aborrecimiento de las inmundicias del pecado. En Sevilla, en el día 8 de diciembre, año de 1617.
El coro respondió con un majestuoso Deo gratias, acompañado por la orquesta.
El subdiácono tomó el libro de los Evangelios y, acompañado por el maestro de ceremonias y por el asistente mayor, don Félix de Guzmán, se acercó al arzobispo, que permanecía de pie y sin mitra en su sitial. El asistente le interrogó:
–¿Su señoría ilustrísima promete y jura por estos Santos Evangelios de Dios confesar siempre y defender esta opinión?
Y el arzobispo, puestas las manos sobre los Evangelios, contestó:
–Así lo ofrezco, así lo juro, así lo prometo, así Dios me ayude y estos Santos Evangelios. Amén.
En ese momento, la Giralda estalló en repique de gloria, coreada por las demás torres de la ciudad. Los barcos y bajeles del Guadalquivir atronaron sus salvas. Se abrieron las puertas del templo y las danzas penetraron en la catedral, mientras sonaba la música entre sus naves. Dos mil aleluyas caían desde las tribunas sobre los asistentes, con esta leyenda impresa: María concebida sin pecado original. El delirio se hizo dentro y fuera del templo catedralicio.
Sentado el arzobispo, con su mitra sobre las sienes, y puesto el libro de los Evangelios en su atril, comenzaron a jurar las corporaciones presentes. Primero, el Cabildo capitular, seguido del secular. Los regidores iban con sus armas, puesto que era un juramento de defensa. Los capellanes y veinteneros, la clerecía...

Eran las cuatro de la tarde cuando terminó la misa. En Sevilla continuaron las celebraciones. La más sonada fue la fiesta de toros y cañas que organizó don Melchor del Alcázar. No se tuvo hasta el 19 de diciembre, porque desde el día de la Inmaculada comenzó a llover con insistencia. Sosegado el tiempo, la plaza de San Francisco se convirtió en coso taurino, con la lidia de unos doce toros y el juego de cañas por dos lucidas cuadrillas de caballeros, cuyas cabezas eran el marqués de Ayamonte y don Melchor del Alcázar.

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