sábado, 9 de diciembre de 2017

Evangelio 2018

Venden en las librerías religiosas, en estos últimos meses del año, unos libritos que recogen los Evangelios de todos los días del año, los que se leen en las misas diarias. Y es una muy sana práctica que leáis el Evangelio del día. Os invito a ello. La fuerza de la palabra de Dios por sí misma, oída o leída, la entendí plásticamente en los albores mismos de mi vocación eclesiástica. En dos momentos, ocurrido uno cuando estudiaba en la Universidad Pontificia de Comillas, y el otro en los primeros meses tras mi ordenación sacerdotal.


 En la Semana Santa de 1964, estudiando mi segundo curso de Teología, acudía en bicicleta los domingos por la mañana a Ruiseñada, pueblecito a tres kilómetros de Comillas, y ayudaba al párroco en la misa y catequesis. Llegó el Viernes Santo y todos sabéis que en los Oficios se lee la Pasión del Evangelio de San Juan. Por aquel entonces, todavía en latín. Estábamos en pleno Concilio Vaticano II, pero aún no había llegado la reforma litúrgica. Propuse al párroco, mi buen amigo don Gabriel, que aún vive, leer la Pasión en castellano. Y aquello, en el silencio de la buena gente de Ruiseñada, fue impactante. Lo que podía ser unos diez soporíferos minutos de lectura en latín, lengua extraña para la gente del pueblo, se convirtió en una atenta escucha de la Pasión y Muerte del Señor.
El segundo momento ocurrió en un pueblo de Sevilla, donde fui de coadjutor al ordenarme de sacerdote. Hubo de ser en la primavera de 1967, cuando aún se decía la misa en latín. Yo, sin embargo, me saltaba ya entonces la norma y leía las lecturas bíblicas en castellano. Recuerdo que era una misa de difuntos, misa a la que acudía un personal no habitual en las misas de los domingos, un gran número de hombres maduros que salían del Casino del Pueblo (llamémoslo así), cercano al Casino de los Señoritos, para ir a la iglesia, no por la misa sino porque tenían que cumplir con el difunto. Y yo pensaba que ese era un momento estupendo para leer en la misa las lecturas en nuestra lengua, aparcando el latín. Leí el Evangelio de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres… Bienaventurados los mansos… Bienaventurados los que lloran…»
Al día siguiente, en el Casino del Pueblo, se me acercó un señor, ya mayor, tratante de ganados, que venía con frecuencia a Sevilla y en la calle Sierpes de entonces, delante del Casino Mercantil, se veía con otros muchos tratantes hasta el punto de ocupar todos ellos prácticamente ese trozo de calle de acera a acera. Y allí se traficaba y mercadeaba, un lugar, me decía, donde más mentiras se decía en Sevilla.
Me contó que en la misa se había emocionado cuando oyó decirme: «Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados». Era viudo y tenía una hija con deficiencia mental que había quedado embarazada por alguien desconocido del pueblo y le había dado una nieta. Y me dijo:
–Lloro muchas noches por mi hija y por mi nieta. ¿Qué será de ellas cuando muera?
Y ante mí vi a un hombre rudo, acostumbrado al tráfico de ganado, mintiendo en los negocios como el que más y sumido en lo profundo de su ser en el dolor y el drama de su casa.
Pero en aquella misa había tenido un momento de gracia de Dios al sentir las palabras generosas de Jesús en el monte Tabor:
–Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados.
Y yo a mi vez, me vi consolado de ver cómo la palabra de Dios, por sí misma, nos llena el corazón afligido de la gracia de Dios.
Dos lecciones estas que me han servido durante todo mi sacerdocio y que no he olvidado. Por eso, os invito a que compréis uno de estos libritos, que los hay de varias editoriales y no suelen costar más de dos euros, y os sirva de lectura espiritual durante cinco minutos todos los días del año que se acerca. Os hará bien. Y quién sabe si en día de aflicción el Evangelio de ese día os llena del gozo y paz del Señor. 

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