Venden en las librerías religiosas, en
estos últimos meses del año, unos libritos que recogen los Evangelios de todos
los días del año, los que se leen en las misas diarias. Y es una muy sana
práctica que leáis el Evangelio del día. Os invito a ello. La fuerza de la
palabra de Dios por sí misma, oída o leída, la entendí plásticamente en los
albores mismos de mi vocación eclesiástica. En dos momentos, ocurrido uno
cuando estudiaba en la Universidad Pontificia de Comillas, y el otro en los
primeros meses tras mi ordenación sacerdotal.
En la Semana Santa de 1964, estudiando mi
segundo curso de Teología, acudía en bicicleta los domingos por la mañana a Ruiseñada,
pueblecito a tres kilómetros de Comillas, y ayudaba al párroco en la misa y
catequesis. Llegó el Viernes Santo y todos sabéis que en los Oficios se lee la
Pasión del Evangelio de San Juan. Por aquel entonces, todavía en latín.
Estábamos en pleno Concilio Vaticano II, pero aún no había llegado la reforma
litúrgica. Propuse al párroco, mi buen amigo don Gabriel, que aún vive, leer la
Pasión en castellano. Y aquello, en el silencio de la buena gente de Ruiseñada,
fue impactante. Lo que podía ser unos diez soporíferos minutos de lectura en latín,
lengua extraña para la gente del pueblo, se convirtió en una atenta escucha de
la Pasión y Muerte del Señor.
El segundo momento ocurrió en un pueblo de
Sevilla, donde fui de coadjutor al ordenarme de sacerdote. Hubo de ser en la
primavera de 1967, cuando aún se decía la misa en latín. Yo, sin embargo, me
saltaba ya entonces la norma y leía las lecturas bíblicas en castellano.
Recuerdo que era una misa de difuntos, misa a la que acudía un personal no
habitual en las misas de los domingos, un gran número de hombres maduros que
salían del Casino del Pueblo (llamémoslo así), cercano al Casino de los
Señoritos, para ir a la iglesia, no por la misa sino porque tenían que cumplir
con el difunto. Y yo pensaba que ese era un momento estupendo para leer en la
misa las lecturas en nuestra lengua, aparcando el latín. Leí el Evangelio de
las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres… Bienaventurados los mansos…
Bienaventurados los que lloran…»
Al día siguiente, en el Casino del Pueblo,
se me acercó un señor, ya mayor, tratante de ganados, que venía con frecuencia
a Sevilla y en la calle Sierpes de entonces, delante del Casino Mercantil, se
veía con otros muchos tratantes hasta el punto de ocupar todos ellos prácticamente
ese trozo de calle de acera a acera. Y allí se traficaba y mercadeaba, un
lugar, me decía, donde más mentiras se decía en Sevilla.
Me contó que en la misa se había emocionado
cuando oyó decirme: «Bienaventurados los que lloran porque ellos serán
consolados». Era viudo y tenía una hija con deficiencia mental que había
quedado embarazada por alguien desconocido del pueblo y le había dado una
nieta. Y me dijo:
–Lloro muchas noches por mi hija y por mi
nieta. ¿Qué será de ellas cuando muera?
Y ante mí vi a un hombre rudo, acostumbrado
al tráfico de ganado, mintiendo en los negocios como el que más y sumido en lo
profundo de su ser en el dolor y el drama de su casa.
Pero en aquella misa había tenido un
momento de gracia de Dios al sentir las palabras generosas de Jesús en el monte
Tabor:
–Bienaventurados los que lloran porque
ellos serán consolados.
Y yo a mi vez, me vi consolado de ver cómo
la palabra de Dios, por sí misma, nos llena el corazón afligido de la gracia de
Dios.
Dos lecciones estas que me han servido
durante todo mi sacerdocio y que no he olvidado. Por eso, os invito a que
compréis uno de estos libritos, que los hay de varias editoriales y no suelen
costar más de dos euros, y os sirva de lectura espiritual durante cinco minutos
todos los días del año que se acerca. Os hará bien. Y quién sabe si en día de
aflicción el Evangelio de ese día os llena del gozo y paz del Señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario