Creo que es osadía glosar la figura de Juan
de la Cruz, el santo de la nada, como le llamó Hegel, el trovador del cielo, el
poeta por la gracia de Dios, el maestro del camino de la cruz y buscador de
Dios, el hombre celestial y divino, que apodó Teresa de Jesús. No ha sido tarea
fácil, lo sé, pero uno es arriesgado.
Juan de la Cruz —el más grande y original
poeta y cantor del amor divino— ha sabido escoger su sitio oculto y velado en el
Monte Carmelo. Iba para cartujo y Teresa lo convirtió en descalzo, que aúna el
retiro de la oración con la apertura al mundo. Juan elegirá siempre la vida
oculta de silencio, oración y penitencia, pero no rehusará los oficios, que los
tuvo varios y de alta responsabilidad.
Dentro de los personajes que arroparon la
idea fundacional de Teresa de Jesús y se sintieron poseedores de su herencia,
aquellos que no la traicionaron tras su muerte —Gracián, María de San José y
Ana de Jesús—, Juan de la Cruz es un personaje singular. Caminará siempre en su
propio terreno, como abstraído en sus más profundas vivencias místicas.
No sé si esta biografía se parecerá a una
visión laica de Juan de la Cruz. No pretendo tal cosa, o tal vez sí. Lo que no
obsta para declarar mi admiración por el hombre de todas las humildades, el
místico poeta de Fontiveros.
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