martes, 14 de agosto de 2018

Asunción de la Virgen María


En la proclamación del dogma de la Asunción el 1 de noviembre de 1950, Pío XII fue el escultor que dio el último golpe de cincel en el tímpano que se venía cincelando desde siglos en las catedrales del mundo.
Representado está el misterio de la Asunción en la portada de la catedral de Senlis, en Francia. La Virgen María despierta de su «Dormición» del «Sueño de la muerte». Dos ángeles la ayudan a levantarse de su tumba funeraria mientras que otros cuatro, con sus alas desplegadas, la invitan a seguirles al cielo.


 Así, cincelada en piedra en la catedral de Senlis, se recoge desde el siglo XII la creencia ya generalizada en la Iglesia de siglos atrás de la Asunción de la Virgen María. Un dogma que, recogido en la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, dice así:
–Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser confirmada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte.
Esta fiesta, celebrada el 15 de agosto, está íntimamente unida a la fiesta del 8 de diciembre, Inmaculada Concepción. Principio y final de la vida. Para la Iglesia católica, María fue preservada, desde su concepción, de toda huella de pecado original y por tanto de sus consecuencias, entre otras de la muerte.
El Nuevo Testamento no cuenta nada de la muerte de la madre de Jesús. La última referencia se encuentra en los Hechos de los Apóstoles (1, 12-14). Están los discípulos reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión de Jesús:
–Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que está cerca de Jerusalén a la distancia de un camino permitido el sábado. Y cuando llegaron subieron al Cenáculo donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos».
San Pablo no menciona a María en ninguna de sus cartas. En la época patrística, no hay una preocupación especial por el fin de la vida terrena de la Virgen María. Sólo hay una alusión de Epifanio de Salamina (315-403), obispo bizantino, que afirma en su Carta a los cristianos de Arabia no haber oído hablar nunca de una tumba de María en Jerusalén ni después de su muerte. Invitando a sus lectores a volcarse en las Escrituras, afirma: «No encontrarán nada sobre la muerte de María: si ha muerto o no ha muerto; si ha sido enterrada o no lo ha sido».
La preocupación primera en la época patrística era precisar bien que Jesús era verdaderamente Dios. Reunidos 300 obispos en el Concilio de Nicea (325), hicieron frente a Arrio, sacerdote de Alejandría, que pretendía que el Hijo no era Dios y no tenía su misma naturaleza. Se definió que el Hijo, verdadero Dios, es consustancial al Padre. En el Concilio de Constantinopla (381) se proclamó que el Espíritu Santo procede del Padre y recibe con el Padre y el Hijo una misma adoración y gloria. Será en el Concilio de Éfeso (431) cuando se afirme que María es la «Theotokos», es decir, la Madre Dios. También en los concilios de Calcedonia (451) y II de Constantinopla (553), celebran a la Virgen María como Madre de Dios.
En el de Constantinopla se dice:
–Si alguno llama a la santa gloriosa siempre Virgen María madre de Dios, en sentido figurado y no en sentido propio... ese tal sea anatema.
La «Memoria de la Theotokos», celebrada en oriente, se convertirá en la «Fiesta de la Dormición» y en la «Asunción de María», celebrada el 15 de agosto ya en Jerusalén a principios del siglo VI.
En Roma, el papa Sergio I, a finales del siglo VII, en su «Liber Pontificalis» menciona la «Dormición de María», especificando las cuatro fiestas marianas celebradas en una procesión en Roma. Y en el «Sacramentario» del papa Adriano I (772-795), ya aparece la palabra «Asunción».
Una fiesta, como se ve, que aparece tanto en Oriente como en Occidente. María no ha sufrido la corrupción de su cuerpo y es la primera entre los mortales, en definitiva, que ha llegado al término del peregrinaje de la fe: asunta en cuerpo y alma.

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