Plaza de San Pedro 26 de agosto de 1978.
Sobre las seis de la tarde, la multitud que llena la plaza –y yo en ella– mira ansiosa
la chimenea del cónclave a la espera de que lance “fumata bianca o nera”. Y lo
que salió por esa chimenea fue un humo tan dudoso que nadie sabía decir si era
blanco o negro.
Era la cuarta votación y segunda fumata; no
parecía posible que hubiese ya Papa en un cónclave que se había encerrado la
tarde anterior y donde ningún cardenal entró con vitola de papable. Los
periodistas españoles, con los que conversaba, pensaron que el humo era negro y
hubo cierta dispersión de la gente. Yo decidí acompañar a mi viejo párroco de San
Pedro de Sevilla, don Francisco Cruces, que se había acercado por primera vez a
Roma, para enseñarle algo de la ciudad. Lo llevé a la Piazza Navona, no lejos
del Vaticano. Estando ya en ella, oímos el sonar de las campanas del Vaticano y
a una señora que con una radio en mano nos dijo que ya había Papa. Corrimos
hacia San Pedro, pero al llegar ya se había cerrado el balcón de la logia
central de la basílica desde donde el nuevo Papa saludó al pueblo de Roma. No lo
vería hasta el día siguiente, domingo, a las 12 del mediodía.
Supimos que el nuevo Papa, por nombre Juan
Pablo I, tenía escrito un libro reciente titulado: “Illustrissimi”. Había que
encontrarlo. Corrí al Colegio Español y supe que lo tenía Cipriano Calderón,
que con el tiempo llegaría a ser director de “L’Osservatore Romano” en español
y arzobispo titular de Tagora y vicepresidente de la Pontificia Comisión para
América Latina. Volví con el libro a la Sala Stampa y mientras Javierre
escribía su crónica, yo traduje ciertos párrafos del libro, para que acompañase
en recuadro la crónica de José María. Al lado, Martín Descalzo se nos quejaba
de que en “ABC” no disponía de tanto espacio para su crónica como Javierre
disponía de la suya en el “Ya”.
Aquella noche, después de la cena en el
Colegio Español, paseamos por el jardín frontero del edificio con los
cardenales Tarancón y Bueno Monreal, que acababan de salir del cónclave.
Tratábamos de sonsacarles algo, pero no hubo manera. Uno y otro guardaban un
mutismo sepulcral de lo acontecido en las veintiséis horas que duró el cónclave.
Quien se despidió primero fue Tarancón, con habitación a la fachada del Colegio,
y se dio al teclado de su máquina de escribir, costumbre de llevar siempre un
diario de los acontecimientos del día. He ojeado ahora su libro póstumo “Confesiones”,
por ver si recogía algo de ese momento. Pero ni siquiera cita a Juan Pablo I.
A pesar de su silencio, Tarancón tuvo un
papel especial en la elección de Luciani. Tras la segunda votación y ante el
peligro de que saliera el cardenal Siri, integrista, reunió tras la comida a
varios cardenales en su habitación –entre ellos Suenens, Alfrink, Koenig,
Cordeiro…– y les propuso la figura del patriarca de Venecia, al que solo
achacaban que era “un hombre tímido”. Esperaban conseguirlo al tercer día,
después de sucesivas votaciones. Resultó elegido, sin embargo, esa misma tarde.
33 días después, ya en Sevilla, encendí la
radio muy de mañana y oí que el Papa Luciani había muerto. Consternación. Habrá
nuevo cónclave. Y se dio el caso insólito en solo tres meses de tres Papas en
el Vaticano: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II.
El Papa Luciani pasó su breve pontificado
con el apelativo de “Papa de la sonrisa”. Y desgraciadamente, con la secuela de
una muerte extraña, levantada por el escritor británico David Yallop en un libro
escandaloso, que tituló “En nombre de Dios. Investigación sobre el asesinato de
Juan Pablo I”.
Ahora, a los cuarenta años del breve papado
de Albino Luciani, las librerías de Roma se han llenado de nuevos libros sobre
su figura. He contado hasta diecisiete, aparecidos recientemente en italiano
sobre la figura de este “Papa de la
eterna sonrisa”. Tan solo he leído el de Stefana Falasca, “Papa Luciani.
Cronaca di una morte”, con prólogo del secretario de Estado, cardenal Pietro
Parolin.
Stefana Falasca, vicepostuladora de la
Causa de beatificación y canonización de Albino Luciani, muestra una serie de
documentos inéditos hasta ahora sobre la muerte del Papa, con testimonios de
los médicos y de los propios familiares del pontífice, que no estaban al alcance
público hasta ahora. Luciani sintió la misma noche de su muerte, poco antes de
la cena, una indisposición. En un informe de Renato Buzzonetti, primer médico
que acudió al lecho de muerte del Papa, se habla del «episodio de dolor
localizado en la parte superior de la región esternal, sufrido por el Santo
Padre hacia las 19:30 del día de la muerte, prolongado durante más de cinco
minutos, que se verificó mientras el Papa estaba sentado y preparado para rezar
con el padre Magee y retrocedió sin ninguna terapia». Ante la desaparición del
dolor, síntoma del problema coronario que esa misma noche le paró el corazón,
no fue abierta la farmacia del Vaticano, no fue advertida sor Vincenza,
enfermera del Papa, y no se alertó al médico del Pontífice, Antonio Da Ros. Fue
el padre Magee quien ha contado ahora que fue el mismo Santo Padre el que no
quiso advertir al doctor.
Lo del asesinato es muy novelesco y vende
libros, pero habrá que ser serios y creer a los médicos que diagnosticaron la
muerte como una “cardiopatía isquémica de arteroesclerosis coronaria”. En el comunicado de la Sala Stampa se dijo:
“morte improvvisa riferibile a infarto miocardico acuto”.
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