Tengo el gusto de presentar la segunda
edición de la biografía de una monja sevillana que tuvo el honor de nacer en lo
alto de la Giralda, bajo el cuerpo de campanas, en la rampa número 30 —la
Giralda tiene 35 rampas—, en esas alturas donde la torre «parece que se
descalabra en las estrellas», el 7 de febrero de 1842, lunes, a las cinco de la
mañana, según consta en su partida de bautismo. Fue sor Bárbara de Santo
Domingo, dominica del monasterio de Madre de Dios de Sevilla, enterrada en el coro
de la iglesia conventual.
En la Giralda vivió sor Bárbara su infancia
y juventud, hasta que a sus diecisiete años salió de la torre mora para entrar
en religión. Sor Bárbara subía y bajaba continuamente esas rampas, como sus
padres y su hermano. ¡Qué otro remedio! Su casa, su hogar, su morada, era esa
minúscula habitación, de tres metros cuadrados o poco más, sin otra abertura
que la puerta de arco moruno de herradura, en la cara este de la
Giralda, la que da a la Plaza de Virgen de los Reyes.
Dos días más tarde de su nacimiento, 9 de
febrero de 1842, fue bautizada en la pila de la Catedral de Sevilla con los
nombres de Bárbara, María del Socorro, Romualda, Ricarda de la Santísima
Trinidad. El llamarse Bárbara, imagino se deba por complacer a su madrina de
bautismo, Bárbara Rodríguez, casada y vecina de esta collación de Santa María.
Si nacer en la Giralda es motivo de
orgullo, no lo es menos ser bautizada en la Catedral, en su pila bautismal de
mármol blanco, con bellos relieves y ángeles danzantes en su base, donde fue
bautizado el príncipe don Juan, la esperanza perdida de los Reyes Católicos, y
tantos otros personajes ilustres.
Se sabe que los padres eran buena gente,
muy pobres, sí, pero buenísima gente. Él estuvo en el Seminario y le quedó la
costumbre piadosa de rezar el oficio divino, que compartirá con su hija. Tocaba
las campanas cuando era su momento, y gastaba el día haciendo cacharros de
lata. Que sor Bárbara, ya en el convento, cuando la veían fatigada y le decían
que tomase un poco de reposo, contestaba.
–No tengan lástima, esto me da la vida.
Como era muy pobre, estoy acostumbrada a trabajar mucho, subiendo cántaros de
agua a la torre y las latas de mi padre.
Subir latas, subir agua… Subir y bajar
treinta rampas todos los días, que aquello era sólo un cuartucho, y para cuatro
personas. ¡Imaginen cómo vivían! ¡Y esos fríos a esas alturas, con esos
ventanales sin cristales! ¡Y esas calores de Sevilla! En el convento, un día
una monja la vio acalorada y le dijo que se refrescara. Pero ella le contestó:
–No me hace daño: me crie con mucho calor
en la torre.
El 6 de junio de 1853, lunes, dentro de la
octava de la conmemoración de San Fernando, tocaba su hermano José Jurado, con
13 años, la campana llamada de San Fernando «en el segundo repique de Prima».
Es una campana de volteo, que implica
destreza y peligro. ¿Estaba su padre? ¿Andaban por allí los otros campaneros?
¿Había repique general? ¿Jugó peligrosamente José con la campana tratando de
colocar su pie sobre su cabeza de madera y permanecer suspenso peligrosamente
en el abismo? ¿Cuántas veces ha hecho lo mismo o ha visto hacerlo a su padre y
a los otros campaneros? Cuando… ¡zas! Voló por entre la campana y el arco y
cayó sobre el tejado de la Biblioteca Colombina.
El
Porvenir, único periódico
que en esa fecha está disponible en la Hemeroteca Municipal, ni siquiera se
hace eco de la noticia. Pero ocurrió. Su partida de defunción, en los archivos
del Sagrario de la Catedral, dice elocuentemente: «En la ciudad de Sevilla,
capital de su provincia, a siete de junio del año de la fecha, yo el
infrascrito Cura del Sagrario de esta Santa Patriarcal Iglesia mandé dar
sepultura eclesiástica al cadáver de José Jurado, de esta naturaleza, soltero,
de trece años, hijo de Casimiro, de profesión campanero, y de esta Ciudad, y de
María Josefa Antúnez, natural de Guadalcanal. Falleció el día anterior, de
resulta de haber sido arrojado de la Torre de esta Santa Iglesia Catedral, por
la campana llamada San Fernando, en el segundo repique de Prima día en que la
Iglesia celebraba la festividad de San Fernando».
Ese dolor de la pérdida de su hermano hizo
revivir en Bárbara unos deseos que barruntaba ya desde muy pequeña. Hacerse
monja. Su madre confirma que Bárbara, ya desde los seis años, manifestaba
deseos de ser religiosa. Un canónigo enseñó a Bárbara a tocar el piano, lo que
le serviría para entrar en el convento sin pagar dote. Y en el convento de
dominicas llevó tal vida de santidad que su causa de beatificación está
introducida. Murió muy joven, a los 30 años, el 18 de noviembre de 1872. Pero
esta es una bonita historia que cuento en este libro titulado «Sor Bárbara de la Giralda, la hija del
campanero».
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