Dos dominicos, fray Miguel Morillo y fray
Juan de San Martín, fueron los primeros inquisidores nombrados por los Reyes
Católicos en Medina del Campo. Uno había sido vicario de los conventos de
reformados de la provincia de Castilla y el otro provincial de la de Aragón. El
2 de enero de 1481 –hace 538 años– dieron su primera proclama en Sevilla, que
fue como un clarinazo para la inmediata desbandada de conversos judíos hacia
tierras de señoríos, especialmente del marqués de Cádiz, o hacia Portugal.
Había que echar tierra de por medio ante lo que se avecinaba.
La política inquisidora de los Reyes
Católicos venía apoyada por una bula de Sixto IV, fechada el 1 de noviembre de
1478. «Sabemos que, en diferentes ciudades de vuestros reinos de España, muchos
de los regenerados en Jesucristo por su propia voluntad y a través de las
sagradas aguas del bautismo, han vuelto secretamente a la observancia de leyes
y costumbres religiosas de la superstición judía... Deseamos, pues, tener en
cuenta vuestra petición y aplicar los remedios propios para reprimir los males
que nos señaláis. Os autorizamos a designar tres o, por lo menos, dos obispos u
hombres firmes que sean sacerdotes seculares, religiosos de orden mendicante o
no mendicante, con edad mínima de cuarenta años, conscientes y de vida
ejemplar, maestros o bachilleres en teología, o doctores y licenciados en
derecho canónico, minuciosamente examinados y elegidos, que crean en Dios y a
los que juzguéis dignos de ser nombrados en la actualidad en cada ciudad o
diócesis de dichos reinos, según las necesidades... Además, concedemos a estos
hombres, por lo que se refiere a todos los acusados de crimen contra la fe y a
quienes les ayudaren o favorecieren, los especiales derechos y jurisdicciones
que la ley y la costumbre atribuyen a los ordinarios y a los inquisidores de la
Herejía».
La proclama del 2 de enero ordenaba a los
grandes señores, especialmente al marqués de Cádiz, bajo pena de excomunión,
que entregasen los fugitivos en un plazo máximo de quince días y que
secuestraran sus bienes. Las denuncias se sucedieron y los calabozos se
llenaron de judíos conversos. Una enorme conmoción estremeció la ciudad,
dividida entre los que acogieron con entusiasmo a los inquisidores y los que se
sintieron perseguidos. «Fueron luego los inquisidores al Cabildo de la Santa
Iglesia, donde presentaron y mostraron sus bulas y provisiones reales…».
La resistencia fue encabezada por Diego de
Susón, notable marrano de la ciudad, padre de la tristemente célebre Susona,
conocida como la Fermosa Fembra. Y con él, nombres tan significados y
curiosos como Benedona, padre del canónigo; Abalofia, el Perfumado, que
tenía las Aduanas de cambio del rey y de la reina; Alemán, Poca sangre,
el de los muchos hijos alemanes; Pedro Fernández Cansino, veinticuatro de
Sevilla y jurado del Salvador; Alonso Fernández, el de Lorca; Gabriel de
Zamora, el de la calle Francos, veinticuatro; Ayllón Perote, el de las Salinas;
Medina el Barbudo; Sepúlveda y Cordonilla, hermanos, que tenían la casa
del pescado salado de Portugal y Bartolomé Rodilla, su sobrino; Jaén el
veinticuatro; El Manco y su hijo Juan Demente; los Aldafes de Triana,
hermanos, que vivían en el Castillo; Juan de Jerez y su padre; Álvaro de Sepúlveda
el Viejo; Cristóbal López Mondadura... y otros muchos ricos que vivían en
Utrera y Carmona. Confabulados ante el peligro que se cernía sobre ellos se
dijeron:
–Qué os parece cómo vienen contra nosotros.
Nosotros no somos los principales de esta ciudad en tener e bien quistos del
pueblo. Fagamos gente. Vos, fulano, tened a punto tantos hombres de los
vuestros, e vos, fulano, tened a punto vuestras gentes.
Y se repartieron las armas, gentes y
dineros. El plan consistía en acabar con los inquisidores.
La conjura se abortó por la delación de la
joven Susona, «muy gentil dama y enamorada y requebrada», prendada de un
cristiano viejo, que acusó a su padre. Inmediatamente, los arrestos de los
conjurados se sucedieron en cadena. Y el pánico se desató en la ciudad. En la
redada cayeron tres ediles veinticuatros de la ciudad, magistrados,
sacerdotes...
El 6 de febrero se encendió la primera
hoguera de la Inquisición. Cuando le llegó el turno a Susón de subir al
quemadero, le arrastraba la soga, «y como él presumía de gracioso», dijo a uno
de sus custodios:
–Alzadme esta toca tunecí.
Y así comenzó en Sevilla la nueva
Inquisición que tuvo en el Castillo de Triana su sede administrativa y sus
macabros calabozos.
Susona, la Fermosa Fembra, pagó con
creces en esta vida su repugnante vileza. El obispo auxiliar Reginaldo Romero
la metió en un convento, pero salió de él, casó con un hombre principal, cuyo
nombre han silenciado los papeles, tuvo hijos, «y después vino a tanta miseria
que fue amiga de un especiero». «Está su calavera en una pared, frontero de la
calle del Agua, a la salida de lo angosto que va al Alcázar, por donde va el
agua al Alcázar. Esta calle se llama del Ataúd, porque es hecha a este talle,
mandólo así en su testamento, y el Visitador la mandó poner allí, efectuando la
cláusula que decía: ¡que su calavera estuviese así en la casa, donde había
vivido mal, para ejemplo y castigo de sus pecados!».
Tenía su casa Susón en la calle del Ataúd,
junto a la del Agua en el barrio de Santa Cruz. Después cambió de nombre esta
calle por el de la Muerte, tal vez en recuerdo de la Susona. Y desapareció en
1833 por derribo de sus casas. Durante siglos, se dice, se cuenta, la calavera
de la Fermosa Fembra presidió macabramente el portal de aquella casa
para recuerdo indeleble de tan triste suceso.
En el marco incomparable del Barrio de
Santa Cruz, antigua Judería, se barajaban como moneda corriente nombres tan
sugestivos y contrapuestos de calles como Ataúd o Muerte frente a Agua, Vida,
Gloria...
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