miércoles, 2 de enero de 2019

La Inquisición de Sevilla y la Susona


Dos domi­nicos, fray Miguel Morillo y fray Juan de San Martín, fueron los primeros inquisidores nombrados por los Reyes Católicos en Medina del Campo. Uno había sido vicario de los conventos de reformados de la provincia de Castilla y el otro provincial de la de Aragón. El 2 de enero de 1481 –hace 538 años– dieron su primera proclama en Sevilla, que fue como un clarinazo para la inmediata desbandada de conversos judíos hacia tierras de señoríos, especialmente del marqués de Cádiz, o hacia Portugal. Había que echar tierra de por medio ante lo que se avecinaba.



La política inquisidora de los Reyes Católicos venía apoyada por una bula de Sixto IV, fechada el 1 de noviembre de 1478. «Sabemos que, en diferentes ciudades de vuestros reinos de España, muchos de los regenerados en Jesucristo por su propia voluntad y a través de las sagradas aguas del bautismo, han vuelto secretamente a la observancia de leyes y costum­bres religiosas de la superstición judía... Deseamos, pues, tener en cuenta vuestra petición y aplicar los remedios propios para reprimir los males que nos señaláis. Os autorizamos a designar tres o, por lo menos, dos obispos u hombres firmes que sean sacerdotes seculares, religiosos de orden mendicante o no mendicante, con edad mínima de cuarenta años, conscientes y de vida ejemplar, maestros o bachilleres en teología, o doctores y licenciados en derecho canónico, minuciosamente examinados y elegidos, que crean en Dios y a los que juzguéis dignos de ser nombrados en la actualidad en cada ciudad o diócesis de dichos reinos, según las necesidades... Además, concedemos a estos hombres, por lo que se refiere a todos los acusados de crimen contra la fe y a quienes les ayudaren o favorecieren, los especiales derechos y jurisdicciones que la ley y la costumbre atribuyen a los ordinarios y a los inquisidores de la Herejía».
La proclama del 2 de enero ordena­ba a los grandes señores, especialmente al marqués de Cádiz, bajo pena de excomunión, que entregasen los fugitivos en un plazo máximo de quince días y que secuestraran sus bienes. Las denuncias se sucedieron y los calabozos se llenaron de judíos conversos. Una enorme conmoción estremeció la ciudad, dividida entre los que acogieron con entusiasmo a los inquisidores y los que se sintieron perseguidos. «Fueron luego los inquisidores al Cabildo de la Santa Iglesia, donde presentaron y mostraron sus bulas y provisiones reales…».
La resistencia fue encabezada por Diego de Susón, notable marrano de la ciudad, padre de la tristemente célebre Susona, conocida como la Fermosa Fembra. Y con él, nombres tan significados y curiosos como Benedona, padre del canónigo; Abalofia, el Perfumado, que tenía las Aduanas de cambio del rey y de la reina; Alemán, Poca sangre, el de los muchos hijos alemanes; Pedro Fernández Cansino, veinticuatro de Sevilla y jurado del Salvador; Alonso Fernández, el de Lorca; Gabriel de Zamora, el de la calle Francos, veinticuatro; Ayllón Perote, el de las Salinas; Medina el Barbudo; Sepúlveda y Cordonilla, hermanos, que tenían la casa del pescado salado de Portugal y Bartolomé Rodilla, su sobrino; Jaén el veinticuatro; El Manco y su hijo Juan Demente; los Aldafes de Triana, hermanos, que vivían en el Castillo; Juan de Jerez y su padre; Álvaro de Sepúlveda el Viejo; Cristóbal López Mondadura... y otros muchos ricos que vivían en Utrera y Carmona. Confabulados ante el peligro que se cernía sobre ellos se dijeron:
–Qué os parece cómo vienen contra nosotros. Nosotros no somos los principales de esta ciudad en tener e bien quistos del pueblo. Fagamos gente. Vos, fulano, tened a punto tantos hombres de los vuestros, e vos, fulano, tened a punto vuestras gentes.
Y se repartieron las armas, gentes y dineros. El plan consistía en acabar con los inquisidores.
La conjura se abortó por la delación de la joven Susona, «muy gentil dama y enamorada y requebrada», prendada de un cristiano viejo, que acusó a su padre. Inmediatamente, los arrestos de los conjurados se sucedieron en cadena. Y el pánico se desató en la ciudad. En la redada cayeron tres ediles veinticuatros de la ciudad, magistrados, sacerdotes...
El 6 de febrero se encendió la primera hoguera de la Inquisición. Cuando le llegó el turno a Susón de subir al quemadero, le arrastraba la soga, «y como él presumía de gracioso», dijo a uno de sus custodios:
–Alzadme esta toca tunecí.
Y así comenzó en Sevilla la nueva Inquisición que tuvo en el Castillo de Triana su sede administrativa y sus macabros calabozos.
Susona, la Fermosa Fembra, pagó con creces en esta vida su repugnante vileza. El obispo auxiliar Reginaldo Romero la metió en un convento, pero salió de él, casó con un hombre principal, cuyo nombre han silenciado los papeles, tuvo hijos, «y después vino a tanta miseria que fue amiga de un especiero». «Está su calavera en una pared, frontero de la calle del Agua, a la salida de lo angosto que va al Alcázar, por donde va el agua al Alcázar. Esta calle se llama del Ataúd, porque es hecha a este talle, mandólo así en su testamento, y el Visitador la mandó poner allí, efectuando la cláusula que decía: ¡que su calavera estuviese así en la casa, donde había vivido mal, para ejemplo y castigo de sus pecados!».
Tenía su casa Susón en la calle del Ataúd, junto a la del Agua en el barrio de Santa Cruz. Después cambió de nombre esta calle por el de la Muerte, tal vez en recuerdo de la Susona. Y desapareció en 1833 por derribo de sus casas. Durante siglos, se dice, se cuenta, la calavera de la Fermosa Fembra presidió macabramente el portal de aquella casa para recuerdo indeleble de tan triste suceso.
En el marco incomparable del Barrio de Santa Cruz, antigua Judería, se barajaban como moneda corriente nombres tan sugestivos y contrapuestos de calles como Ataúd o Muerte frente a Agua, Vida, Gloria...

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