jueves, 24 de enero de 2019

Napoleón y la Iglesia


El cardenal Ercole Consalvi, fino diplomático romano, acompañó a Pío VII en su exilio de Fontainebleau, cuando Napoleón se coronó a si mismo delante del papa y lo mantuvo de «huésped» durante todo el invierno de 1804-5 antes de que pudiera volver a Roma. Napoleón amenazó con hundir la nave de la Iglesia:
Y el cardenal Consalvi, secretario de Estado de Pío VII, le replicó:
–No, no podrá.
Napoleón volvió a replicar:
Je detruirai votre Eglise!
Y de nuevo el cardenal Consalvi:
–No, no podrá. ¡Ni siquiera nosotros hemos podido hacerlo!
Lección que aprenderá en 1820 cuando, ya exiliado en la isla de Santa Elena, dirá:
–Los pueblos pasan, los tronos caen, la Iglesia permanece. 


No es posible resumir en un folio los largos desencuentros del emperador con la Iglesia: la ocupación de los Estados Pontificios, la deportación de Pío VI, la autocoronación imperial en París en presencia de Pío VII, etc. Me limitaré a recordar, a través de sus palabras, la relación que Napoleón sostuvo con la Iglesia y su idea de la Religión como instrumento necesario del poder, de «su poder». En un curioso libro titulado «Napoléon a dit», aparece retratado el emperador a través de citas, aforismos y opiniones. He aquí algunas de sus frases:
–Una sociedad sin religión es como un barco sin brújula.
–Se cree en Dios porque todo lo proclama a nuestro alrededor y porque los más grandes espíritus han creído.
–Yo estoy bien lejos de ser ateo, pero no puedo creer todo lo que se me enseña a pesar de mi razón, bajo pena de ser falso e hipócrita.
–El ateísmo es un principio destructor de toda organización que quita al hombre todos sus consuelos y todas sus esperanzas.
–El cambio de religión, inexcusable para los intereses privados, puede comprenderse quizá por la inmensidad de sus resultados políticos. Enrique IV lo dijo: «París bien vale una misa».
–Lo que hace superior a Mahoma es que en diez años conquistó la mitad del globo, mientras que hicieron falta trescientos años al cristianismo para establecerse.
–En China, el pueblo adora a su soberano como a un dios. Es lo que debe ser. Es ridículo que los papas ejerzan su poder sobre los súbditos de un soberano.
–El hombre no debe nada sobre lo que concierne a sus últimos días. En este momento [en Santa Elena], sin duda, yo bien creo que moriré sin confesor; y, sin embargo, he aquí a un tal que me confesará tal vez.
–Si Jesús no hubiera sido crucificado, no sería Dios.
–La religión es el reposo del alma, es la esperanza. Es el ancla de salvación de los malos.
–Todo sacerdote que se mezcla en asuntos políticos no merece el trato que es debido a su carácter.
–La sociedad no puede existir sin la desigualdad de fortunas, y la desigualdad de fortunas sin religión. Cuando un hombre muere de hambre al lado de otro que abunda, le es imposible aceptar esta diferencia si no es por una autoridad que le dice: «¡Dios lo quiere así! Es necesario que haya pobres y ricos en el mundo; pero después, y durante la eternidad, el reparto se hará de otra manera».
–Los conventos de monjas atacan a la población en su raíz. No se puede calcular la pérdida para un Estado de diez mil mujeres enclaustradas; se debería permitir los votos sólo a los cincuenta años.
–En el mundo no hay más que una alternativa: mandar u obedecer. Se pretende que, para bien saber mandar, sea necesario en principio saber bien obedecer. ¡Qué error! Yo jamás he obedecido, yo siempre he mandado.
–Es el carácter, la aplicación y la audacia las que me han hecho lo que soy.
Ya en el destierro de Santa Elena, cercana su muerte, declaró en su testamento que moría en la religión católica y romana, cuya fe restableció en Francia protegiéndola de continuo, aunque en su fuero interno jamás aceptara dogmas.
El 21 de abril de 1821, quince días antes de su muerte, mandó llamar a un sacerdote corso. Desde su llegada a la isla, Napoleón había asistido a su misa todos los domingos, pero ahora le llama para preguntarle:
–¿Sabe usted lo que es un catafalco iluminado? ¿Ha instalado ya usted alguno? Pues bien, le tocará instalar el mío. Y después de mi muerte, transportará el altar junto a mi lecho y celebrará usted la misa según el rito habitual, hasta que me hayan enterrado.
El sacerdote pasó casi una hora encerrado con él. Pero, según testigos presenciales, Napoleón no confesó. Se limitó a conversar con el cura. Por otra parte, Napoleón, que no había comulgado desde hacía cuarenta años, no siente llegado el momento de hacerlo.
Días después, el cura vino a verlo sin haber sido avisado. Pide que le dejen solo con el moribundo, y sale al poco rato, diciendo:
–Le he dado la extremaunción. El estado de su estómago no permite otro sacramento.
Napoleón murió el 5 de mayo de 1821. Sus últimas palabras, en medio del delirio, fueron:
France… Téte d’armée… (Francia… Cabeza de ejército…).

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