El pasado 19 de marzo, festividad de San
José, el Papa Francisco recibió en audiencia al cardenal Angelo Becciu,
Prefecto de la Congregación para las Causas de Los Santos, y con su firma el
Santo Padre autorizó la promulgación de 14 nuevos decretos de beatificación, entre
ellos el de la granadina María Emilia Riquelme, fundadora de la Congregación de
las Hermanas Misioneras del Santísimo Sacramento y de la Santísima Virgen María
Inmaculada.
María Emilia nació en Granada, a las diez y
media de la mañana del 5 de agosto de 1847, festividad de Nuestra Señora de las
Nieves, en el número 5 de la calle de Nicuesa, casa señorial de los abuelos
maternos, los Zayas Fernández de Córdoba, descendientes del Gran Capitán. Era
la primogénita del teniente coronel de caballería, don Joaquín Riquelme, y de
doña María Emilia Zayas.
El hecho de que naciera en la casona de los
abuelos maternos y no en la Carrera del Genil, donde sus padres tenían su
hogar, tiene su explicación. Se hallaba el padre de unos meses atrás enrolado
en la expedición a Portugal de un ejército español al mando del general de la Concha para pacificar el
país vecino de un enfrentamiento del gobierno conservador de la reina María de la Gloria y una junta
progresista formada en la ciudad de Oporto. El conflicto se extendió a todo
Portugal y hubo millares de muertos. Terminó esta guerra civil con la firma del
Convenio de Gramido, suscrita por el general español el 29 de junio de 1847.
Es fácil de creer, y así lo cuenta la
historia de la
Congregación , que don Joaquín Riquelme, que participó en esta
intervención militar, por la que Portugal le concedió la Cruz de Comendador de la Orden de San Benito de
Albis, estuviera ya en Granada para asistir al parto de su esposa. Porque ha
quedado en el recuerdo ese gesto de contrariedad del militar al comprobar que
su mujer había parido una niña.
No era inusual, en aquella España del XIX,
encontrarse con actitudes parecidas en militares curtidos por las guerras.
Cuatro años más tarde, el 20 de diciembre de 1851, la reina Isabel II esperaba
su primer hijo, que sería revestido con el título de príncipe de Asturias, como
heredero al trono, pero dio a luz una niña conocida popularmente como La Chata. La noche
antes, a la espera del alumbramiento de la reina, aguardaban en los salones de
palacio los ministros y grandes del reino que se dan cita en estos
acontecimientos palatinos. Por fin, después de una noche de intenso frío, el
rey, acompañado por su padre, por los duques de Montpensier y por Bravo
Murillo, presidente del Consejo de ministros, mostró a la recién nacida en una
bandeja de plata. Fue el momento de la exclamación ocurrente del viejo general
Castaños, noventa y tres años, el vencedor de la batalla de Bailén contra los
franceses:
Pues algo así debió barruntar el padre de
María Emilia. Como todo militar decimonónico que se precie, suspiraba por un
primogénito que perpetuara su apellido y como él sirviera a la patria en la
milicia. Aunque el enfado le duró poco. Porque este soldado tiene madera de
hombre de honor.
María Emilia sabía de este desplante de su
padre, cuando confesó a sus monjas en cierta ocasión:
—
Gracias a Dios, siempre he padecido, comencé a sufrir en la cuna. Mi padre, que
tan bueno era, llevó una decepción con mi nacimiento y así no me recibió muy
bien; mi pobre madre también sufrió, pero, como era tanta la bondad de mi padre
y quería a mi madre con delirio, se fue contentando y queriéndome cada vez más.
Se
le pasó pronto. El curtido militar, bigote en ristre, se contentó con la
voluntad de Dios y, pasados los años, ya en su vejez y viudo, se sentirá
enternecido por los mimos y cuidados de su hija para con él.
A
los dos días, 7 de agosto, fue bautizada en la parroquia del Sagrario donde se
habían casado sus padres. Le pusieron los
nombres de María Emilia, Joaquina, Rosario, Josefa, Nieves de la Santísima Trinidad.
María Emilia, por su madre; Joaquina, por su padre; Rosario y Josefa, por las
abuelas materna y paterna; Nieves, por la festividad del día de nacimiento; y
de la Santísima Trinidad, como confesión de fe, que así terminaba la sarta de
nombres que se solía poner a los neófitos en aquel tiempo.
María Emilia murió a los 93 años, después
de una vida intensa y plena, en la Casa Madre de Granada el día 10 de diciembre
de 1940.
Era de carácter fuerte para mandar, se le notaba
su ascendencia paterna de militar. Escribía con más que mediana corrección,
hablaba en francés con fluidez, tocaba el piano y el armónium, bordaba primorosamente
y pintaba cuadros al óleo y ternos litúrgicos (casullas y dalmáticas).
¿Sabéis cómo se retrató ella?
—Toda de Dios y de sus hijas es esta pobre
viejecita.
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