Hecha un ovillo, describe Teresa de Jesús gráficamente
el estado de su cuerpo. Permaneció así durante ocho meses, primero en casa de
su padre, luego en la enfermería del monasterio de la Encarnación. Porque Teresa
pidió insistentemente volver al convento y el pobre de don Alonso, que sacó a
su hija para que recibiera una curación adecuada, no pudo oponerse y se vio en
la necesidad de llevarla de nuevo a la Encarnación.
Cuenta ella:
–A la que esperaban muerta, recibieron con
alma; mas el cuerpo peor que muerto, para dar pena verle. El extremo de
flaqueza no se puede decir, que solos los huesos tenía ya.
Don Alonso iba a visitarla y tenían que
sacar a su hija en peso hasta el locutorio. Pasados esos ocho meses, allá por
el mes de abril de 1540, mejoró, aunque siguió tullida durante dos años más.
–Cuando comencé a andar a gatas alababa a
Dios –cuenta Teresa de sí.
Y se dio a la oración. Con más fuerza, con
más insistencia.
–Paréceme era toda mi ansia de sanar por
estar a solas en oración como venía mostrada, porque en la enfermería no había
aparejo.
Es curioso. En el noviciado, al ver el
ejemplo de algunas monjas que resistían pacientemente sus enfermedades, Teresa
deseaba también enfermar para compartir los sufrimientos de Cristo. Ahora
quiere sanar para darse mejor a la oración.
–¡Oh, válgame Dios, que deseaba yo la salud
para más servirle…!
Tres años estuvo Teresa en este estado de
postración, hasta agosto de 1542, tal vez. Tenía 27 años y medio.
–Pues como me vi tan tullida y en tan poca
edad y cuál me habían parado los médicos de la tierra, determiné acudir a los
del cielo para que me sanasen; que todavía deseaba la salud, aunque con mucha
alegría lo llevaba, y pensaba algunas veces que, si estando buena me había de
condenar, que mejor estaba así; mas todavía pensaba que serviría mucho más a
Dios con la salud. Este es nuestro engaño, no nos dejar del todo a lo que el
Señor hace, que sabe mejor lo que nos conviene.
Y se asió a la intercesión de san José en
quien ella cifra su curación.
–Tomé por abogado y señor al glorioso san
José y me encomendé mucho a él.
El patriarca formará de ahora en adelante
parte importante en su vida espiritual y en su experiencia de años no recuerda
«haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».
–Es cosa que espanta las grandes mercedes
que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros
que me ha librado, así de cuerpo como de alma.
La discreción con que los Evangelios
canónicos tratan la figura del patriarca san José es mayor incluso que con
respecto a la Virgen María.
Mateo y Lucas concuerdan en presentarlo como descendiente de la tribu de David,
pero difieren en la genealogía, atribuyéndole antepasados diferentes. El ángel
se le apareció en sueños para anunciarle que María había concebido por obra del
Espíritu Santo y que no la debía repudiar. Después recibió orden de partir
hacia Egipto con el Niño y su madre a fin de salvar a Jesús de la cólera de
Herodes. Y aparece una última vez, en Jerusalén, cuando el Niño, a los doce
años, queda en el templo sin saberlo sus padres. Después, el silencio, a no ser
una alusión, en la vida pública de Jesús, cuando vuelve a su aldea y la gente
se pregunta: «¿De dónde le vienen su sabiduría y sus milagros? ¿No es el hijo
de José, el carpintero?».
A partir de la Edad Media la figura del
patriarca adquiere popularidad y devoción entre los fieles. Su fiesta comenzó a
celebrarse en el siglo IX en Oriente y, a partir de las cruzadas, en Occidente.
El primero que lo exalta es san Bernardo, y le siguen san Vicente Ferrer en
España y san Bernardino de Siena en Italia. En 1416, en el concilio de
Constanza, se pide una fiesta particular en el calendario litúrgico en honor
del esposo de la Virgen María ,
para, por su intercesión, conseguir el fin del gran cisma de Occidente, que
padecía la Iglesia. Pero
será el papa franciscano Sixto IV (1471-1484) quien instituya la fiesta de san
José en 1481 y, en 1621, Gregorio XV la declare obligatoria para toda la Iglesia.
En el siglo XVI será santa Teresa y con
ella los carmelitas los que propaguen la devoción al santo patriarca.
–Querría yo persuadir a todos —confesará
Teresa– fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran experiencia que
tengo de los bienes que alcanza de Dios; no he conocido persona que de veras le
sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la
virtud porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan.
Paréceme ha algunos años que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la
veo cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío.
Gracias a san José, cree
Teresa, pudo levantarse y dejar de ser una tullida.
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