Hoy, 2 de marzo, aniversario de la muerte
en Sevilla de sor Ángela de la Cruz (87 años ya), quiero recordar un momento de
su vida. Su primer intento de entrar en religión.
A Angelita Guerrero le ha venido el deseo
de recluirse en un convento. El Padre Torres Padilla, su confesor, no aprecia
una vocación surgida tan de repente, pero accede y le da carta de
recomendación para las Carmelitas Teresas, en pleno corazón del barrio de
Santa Cruz, necesitadas de una lega.
Se establece con sus monjas en una casa
arrendada «bien pequeña y húmeda» de la calle de Armas (actual Alfonso XII). Y
comienza una nueva faceta de la sin par figura de esta mística caminante.
Malos comienzos. Hay dificultades. Las
vocaciones no llegan. El carácter de la mujer sevillana no se aviene con la
adustez de estas monjas castellanas. No, Teresa: Sevilla tiene su encanto propio
y la mujer sevillana un embrujo que emana de ese mismo clima y calor que a ti
te atosiga tanto. «Ninguna mujer de Sevilla –decía Morgado– cubre manto de
paño. Usan mucho en el vestido la seda, telas, colchados, recamados y telillas.
Précianse de andar muy derechas y menudo paso, y así las hace el buen donaire y
gallardía conocidas por todo el reino, en especial por la gracia con que se
lozanean y se atapan los rostros con los mantos y mirar de un ojo. Y en
especial se precian de muy olorosas, de mucha limpieza y de toda pulicía y
galantería de oro y perlas».
Hermosa Sevilla, pícara Sevilla, puerta
grande de España abierta a las Indias, que cobija en sus patios a los más
notables mercaderes, clérigos, misioneros, poetas... y buena chusma de pícaros
y ganapanes. Sevilla acoge también a Teresa.
Permaneció con sus monjas durante un año en
la casa arrendada de la calle de Armas. No tenían nada, no habían traído nada.
El P. Mariano, carmelita del convento de Los Remedios, les proporcionó algunos
colchones y los vecinos les prestaron algunas cosas: una mesita, una estera,
una sartén, un candil o dos, un almirez, un caldero, algunos jarros y platos y
cosas así. Pero «comenzaron los vecinos a enviar uno por la sartén, otro por el
caldero y mesa; de suerte que ninguna cosa nos quedó, ni sartén ni almirez, ni
aún la soga del pozo».
Por fin llegan las primeras novicias
sevillanas, y el arzobispo don Cristóbal de Rojas, al principio reacio a
autorizar un nuevo convento, accede complacido cuando visita a la santa. Sufre
también Teresa la visita de la Inquisición por la denuncia tonta de una novicia
cuarentona y criticona que salió del convento. Se esclareció la verdad y Teresa
y sus monjas salieron del examen inquisitorial fortalecidas y aclamadas por el
pueblo de Sevilla. Siguen las penas: en diciembre reciben la orden de retirarse
a un convento de Castilla y cese de fundar otros nuevos. Hay en la mirada de
Teresa, cansada de tanta vida interior, como un parpadeo relampagueante de
crepúsculo. Pero debe al menos concluir la fundación de Sevilla. Tiene que
conseguir una casa. El P. Gracián, visitador, le concede demorar su estancia.
Por fin consigue una casa en la calle Pajerías (actual Zaragoza), muy cerca del
arenal y el río.
El traslado a la nueva casa se realizó el 3
de junio de 1576. Ellas, que pensaron hacerlo sin ruido, se encontraron con el
clamor de la ciudad. Dio la alarma el viejo varón fray Hernando de Pantoja,
prior de la Cartuja, herido por los desdenes que habían sufrido las descalzas.
Y el arzobispo fue el primero que se sumó a rendirles honores. La ciudad se
puso en fiestas. «La gente que vino es cosa ecesiva con tanta solemnidad y las
calles tan aderezadas y con tanta música y menestriles». Teresa ganó la ciudad
y la ciudad ganó a Teresa. Aquella misma noche, ya 4 de junio, salió de
Sevilla, de puntillas, camino de un convento de Castilla.
Las carmelitas descalzas se trasladaron
posteriormente al barrio de Santa Cruz y en su secular convento quedan los
recuerdos primorosos de Teresa de Ávila: el manuscrito de Las Moradas y
el retrato que días antes de partir realizó del natural fray Juan de la
Miseria.
Un buen tiempo la tuvo el pintor sin mover
la cabeza ni alzar los ojos. Cuando Teresa vio el retrato, le dijo al pintor
con mucha gracia:
—Dios te lo perdone, fray Juan, que, ya que
me pintaste, me has pintado fea y legañosa.
Tres siglos más tarde, una jovencita de 19
años llama al torno de las Teresas solicitando ser recibida de lega.
No estaba de Dios.
Su menudito aspecto y su poca salud
aconsejaron a las carmelitas no admitirla.
Angelita Guerrero siguió en el taller de costura
de doña Antonia Maldonado.
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