domingo, 24 de febrero de 2019

Asesinato de Juan Serrano, arzobispo electo de Sevilla


Se hallaba en Valladolid Enrique III, cuando se enteró de la muerte del arzobispo de Sevilla don Gonzalo de Mena, acae­cida el 21 de abril de 1401. Inmediatamente envió una carta al cabildo sevillano proponiendo la candidatura de don Juan Serrano, obispo de Sigüenza, «por ser Prelado de buena vida, y de virtuosas y buenas costumbres». Puntualiza el rey que cumpliendo su mandato le harán «gran placer» y no ha­ciéndolo «gran enojo», y además, «non saldría de ello ningún buen efecto, e vosotros sabedes bien que el Papa, a quien yo obedeciere non querrá proveer de esa Dignidad a otro alguno, sino aquel por quien le yo suplicase».


Sepulcro de don Juan Serrano, prior del monasterio de Guadalupe y en él enterrado.

Se refiere a Benedicto XIII, el Papa Luna, que se había reservado esa diócesis para su sobrino Pedro de Luna. Pero Benedicto XIII no se halla en esos momentos en situación de imponer su propio candidato ni de negociar el candidato del rey a la sede de Sevilla. Cercado por tropas francesas en su castillo de Aviñón, Francia y Castilla le han negado la obe­diencia, en un intento de ambas naciones por resolver el cisma que se cierne sobre la Iglesia con un Papa en Roma y otro en Aviñón. Cuando el Papa Luna logró evadirse de su cercado castillo (12 marzo 1403), los acontecimientos se precipitan. Castilla vuelve a su obediencia y lo mismo hace después Francia. Pero al plantearse de nuevo el problema de la sede vacante de Sevilla, el candidato del rey habrá muerto un año antes de forma misteriosa. A Sevilla envía Be­nedicto XIII, el Papa Luna, a Alonso de Egea, hombre que le es fiel, y a su sobrino lo lleva a la arzobispal de Toledo.
¿Qué fue entonces del obispo de Sigüenza nominado para Sevilla?
Juan Serrano, candidato del rey, natural de Ávila, ha­bía sido prior de Guadalupe, cuando el monasterio era habi­tado por clérigos seglares. Piadoso y honrado, fue él quien entregó el monasterio a los jerónimos en 1389 al ser nom­brado obispo de Segovia. Inmediatamente después pasó a la diócesis de Sigüenza, que la regentó hasta su muerte.
Esta sucedió en Sevilla el 24 de febrero de 1402, hoy hace 617 años. Y no murió en Sevilla por encontrarse en ella como obispo electo de la diócesis, sino porque formaba parte de la corte de En­rique III, que en esos momentos se hallaba en la ciu­dad his­palense.
Aquel 24 de febrero, «estando el Sr. Obispo echado en una cama doliente de dolencia e quando parescía en su per­fecto conocimiento», hizo testamento ante Alfonso Fernández, es­cribano del rey y notario público en su corte y reinos. Este documento se conserva en el archivo del monasterio de Guada­lupe. Las respuestas del obispo son muy lacónicas, lo que indica que se encontraba en una suma postración, apenas sin habla. Diego Sánchez, clérigo beneficiado de la parro­quia de San Pedro de Sevilla, le oyó en confesión, y al pre­guntarle si deseaba ser enterrado en Sigüenza, su diócesis, contestó: «En Guadalupe». Y al inquirirle a quién dejaba he­redero uni­versal de sus bienes, musitó: «Al Papa». Se refe­ría natural­mente al Papa Luna, el de Aviñón, a quien había prometido fidelidad; no al de Roma.
Enseguida corrió la voz por Sevilla de que había sido en­venenado. Enrique III encomendó a los doctores Pedro Yáñez y Alfonso Yáñez averiguasen la causa de su muerte. Y los doc­tores dieron este dictamen: muerto de hierbas y ponzoña y «es fama que algunas personas eclesiásticas fueron en fabla e en consejo de le dar las dichas yerbas malas». Al saber el rey que elementos eclesiásticos se hallaban en la conjura de la muerte de su consejero el obispo de Sigüenza, que él ha­bía nominado para la sede de Sevilla, llamó a Diego Fernán­dez, arcediano de Jerez, bachiller in utroque iure, canónigo de la Iglesia de Sevilla sede vacante, y oficial general por el deán y cabildo de esta metrópoli, y le pidió que investi­gara la muerte del obispo de Sigüenza, «fynado que murió de yerbas e ponzoña, de la qual es publica voz y fama e disen que le fueron dadas las dichas yerbas en esta cibdat e en otras partes, e por quanto el dicho don Johan obispo de Si­guença era uno de los de mi consejo e uno de los de quien yo mucho fiava». Y concluye el albalá real, firmado el 23 de marzo, por el que da poderes al arcediano, que el encon­trarse clérigos en este asunto es un hecho «muy malo e muy feo e muy escandaloso».
El arcediano de Jerez mostró al cabildo el mandamiento real y recibió de éste carta-comisión para cumplir lo orde­nado por el rey. Enseguida llamó a comparecer a una serie de testigos: Bartolomé Fernández, deán de Zamora; Maestre An­drea y Maestre Pedro, físicos; Antón Gómez y Diego Alfonso, canónigos de Sevilla; Antón Pérez, boticario; y especial­mente a Juan Gómez, cocinero del obispo fallecido. «Todas las declaraciones convienen en que murió violentamente y sin calenturas, atestiguando el boticario y los físicos que le asistían que fue producida su muerte por envenenamiento, se­gún el examen de los síntomas y el análisis de la sangre». Y la acusación más directa: «Quien mandó darle la ponzoña fue don Gutierre, porque así lo confesaron ambos cocineros, el de don Gutierre que los dio al de D. Juan Serrano y el del Obispo que se los dio en la comida porque le habían prome­tido bastantes florines, una mula y otras cosas para más adelante».
Citado don Gutierre, misterioso personaje del que no po­seemos más referencias, compareció por procuradores. Los testigos y cocineros se ratificaron en sus primeras declara­ciones. Pero aquí se interrumpe esta historia, que más pa­rece policiaca, acaecida en Sevilla y en torno a la sucesión de su sede, sin que sepamos el final de la trama. El cadáver de don Juan Serrano fue llevado a Guadalupe y enterrado en la capilla de San Gregorio, donde le fue la­brado un suntuoso mausoleo.

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