Se hallaba en Valladolid Enrique III,
cuando se enteró de la muerte del arzobispo de Sevilla don Gonzalo de Mena,
acaecida el 21 de abril de 1401. Inmediatamente envió una carta al cabildo sevillano
proponiendo la candidatura de don Juan Serrano, obispo de Sigüenza, «por ser
Prelado de buena vida, y de virtuosas y buenas costumbres». Puntualiza el rey
que cumpliendo su mandato le harán «gran placer» y no haciéndolo «gran enojo»,
y además, «non saldría de ello ningún buen efecto, e vosotros sabedes bien que
el Papa, a quien yo obedeciere non querrá proveer de esa Dignidad a otro
alguno, sino aquel por quien le yo suplicase».
Sepulcro de don Juan
Serrano, prior del monasterio de Guadalupe y en él enterrado.
Se refiere a Benedicto XIII, el Papa Luna,
que se había reservado esa diócesis para su sobrino Pedro de Luna. Pero
Benedicto XIII no se halla en esos momentos en situación de imponer su propio
candidato ni de negociar el candidato del rey a la sede de Sevilla. Cercado por
tropas francesas en su castillo de Aviñón, Francia y Castilla le han negado la
obediencia, en un intento de ambas naciones por resolver el cisma que se
cierne sobre la Iglesia con un Papa en Roma y otro en Aviñón. Cuando el Papa
Luna logró evadirse de su cercado castillo (12 marzo 1403), los acontecimientos
se precipitan. Castilla vuelve a su obediencia y lo mismo hace después Francia.
Pero al plantearse de nuevo el problema de la sede vacante de Sevilla, el
candidato del rey habrá muerto un año antes de forma misteriosa. A Sevilla
envía Benedicto XIII, el Papa Luna, a Alonso de Egea, hombre que le es fiel, y
a su sobrino lo lleva a la arzobispal de Toledo.
¿Qué fue entonces del obispo de Sigüenza
nominado para Sevilla?
Juan Serrano, candidato del rey, natural de
Ávila, había sido prior de Guadalupe, cuando el monasterio era habitado por
clérigos seglares. Piadoso y honrado, fue él quien entregó el monasterio a los
jerónimos en 1389 al ser nombrado obispo de Segovia. Inmediatamente después
pasó a la diócesis de Sigüenza, que la regentó hasta su muerte.
Esta sucedió en Sevilla el 24 de febrero de
1402, hoy hace 617 años. Y no murió en Sevilla por encontrarse en ella como
obispo electo de la diócesis, sino porque formaba parte de la corte de Enrique
III, que en esos momentos se hallaba en la ciudad hispalense.
Aquel 24 de febrero, «estando el Sr. Obispo
echado en una cama doliente de dolencia e quando parescía en su perfecto
conocimiento», hizo testamento ante Alfonso Fernández, escribano del rey y
notario público en su corte y reinos. Este documento se conserva en el archivo
del monasterio de Guadalupe. Las respuestas del obispo son muy lacónicas, lo
que indica que se encontraba en una suma postración, apenas sin habla. Diego
Sánchez, clérigo beneficiado de la parroquia de San Pedro de Sevilla, le oyó
en confesión, y al preguntarle si deseaba ser enterrado en Sigüenza, su
diócesis, contestó: «En Guadalupe». Y al inquirirle a quién dejaba heredero
universal de sus bienes, musitó: «Al Papa». Se refería naturalmente al Papa
Luna, el de Aviñón, a quien había prometido fidelidad; no al de Roma.
Enseguida corrió la voz por Sevilla de que
había sido envenenado. Enrique III encomendó a los doctores Pedro Yáñez y
Alfonso Yáñez averiguasen la causa de su muerte. Y los doctores dieron este
dictamen: muerto de hierbas y ponzoña y «es fama que algunas personas eclesiásticas
fueron en fabla e en consejo de le dar las dichas yerbas malas». Al saber el
rey que elementos eclesiásticos se hallaban en la conjura de la muerte de su
consejero el obispo de Sigüenza, que él había nominado para la sede de
Sevilla, llamó a Diego Fernández, arcediano de Jerez, bachiller in utroque
iure, canónigo de la Iglesia de Sevilla sede vacante, y oficial general por
el deán y cabildo de esta metrópoli, y le pidió que investigara la muerte del
obispo de Sigüenza, «fynado que murió de yerbas e ponzoña, de la qual es
publica voz y fama e disen que le fueron dadas las dichas yerbas en esta cibdat
e en otras partes, e por quanto el dicho don Johan obispo de Siguença era uno
de los de mi consejo e uno de los de quien yo mucho fiava». Y concluye el
albalá real, firmado el 23 de marzo, por el que da poderes al arcediano, que el
encontrarse clérigos en este asunto es un hecho «muy malo e muy feo e muy
escandaloso».
El arcediano de Jerez mostró al cabildo el
mandamiento real y recibió de éste carta-comisión para cumplir lo ordenado por
el rey. Enseguida llamó a comparecer a una serie de testigos: Bartolomé
Fernández, deán de Zamora; Maestre Andrea y Maestre Pedro, físicos; Antón
Gómez y Diego Alfonso, canónigos de Sevilla; Antón Pérez, boticario; y especialmente
a Juan Gómez, cocinero del obispo fallecido. «Todas las declaraciones convienen
en que murió violentamente y sin calenturas, atestiguando el boticario y los
físicos que le asistían que fue producida su muerte por envenenamiento, según
el examen de los síntomas y el análisis de la sangre». Y la acusación más
directa: «Quien mandó darle la ponzoña fue don Gutierre, porque así lo
confesaron ambos cocineros, el de don Gutierre que los dio al de D. Juan
Serrano y el del Obispo que se los dio en la comida porque le habían prometido
bastantes florines, una mula y otras cosas para más adelante».
Citado don Gutierre, misterioso personaje
del que no poseemos más referencias, compareció por procuradores. Los testigos
y cocineros se ratificaron en sus primeras declaraciones. Pero aquí se
interrumpe esta historia, que más parece policiaca, acaecida en Sevilla y en
torno a la sucesión de su sede, sin que sepamos el final de la trama. El
cadáver de don Juan Serrano fue llevado a Guadalupe y enterrado en la capilla
de San Gregorio, donde le fue labrado un suntuoso mausoleo.
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