sábado, 10 de agosto de 2019

La primera vuelta al mundo: 500 años


Sevilla, 10 de agosto de 1519, hace exactamente 500 años. Cinco navíos despliegan sus velas y, río abajo, surcan las aguas del Guadalquivir para desembocar en el mar y tratar de lograr una loca aven­tura: hallar un estrecho que conduzca al Océano Pacífico descubierto por Balboa y encontrar por el Oeste la ruta que lleva a las Molucas.
Aquella noche, en el convento de Santa María de la Victo­ria –cuyos muros, desde Triana, daban al río– Fernando de Magallanes, jefe de la expedición, rendía, de rodillas ante la Virgen marinera, juramento de fidelidad de toda la tripu­lación reunida y recibía el estandarte real de manos del asistente de la ciudad, Sancho Martínez de Leyva. En su tes­tamento, Magallanes había dispuesto que «cuando esta vida actual acabare y empezare la eterna», deseaba «que lo entie­rren con preferencia en Sevilla, en el convento de Santa Ma­ría de la Victoria, en su tumba de propiedad». Pero añade que, si no fuese posible, «den el último descanso a mi cuerpo en la iglesia más próxima dedicada a la Madre de Dios». Y deja también algunas mandas y legados para el mo­nasterio que le ha visto partir.


 Concluida la misa, salieron en procesión de la iglesia. Iban delante las hermandades con sus guiones y oriflamas, seguían los marineros en doble hilera con su jefe en el centro y cerraba la procesión la comunidad de frailes mínimos de la Victoria cantando las letanías de los santos. Al llegar al Guadalquivir, en el puerto Cameronero, aguardaban las naos empavesadas con gallardetes. Rociadas con agua bendita y bendecidas por el preste, hechas las despedidas, enfilaron las naves río abajo hacia el mar perdiéndose de vista por el torno del río llamado de los Gordales.
Todos sabemos lo que ocurrió después. Magallanes logró su gran objetivo de descubrir un paso que condujera del Atlán­tico al Pacífico, pero murió el 21 de abril de 1521 en una tonta batalla con nati­vos, súbditos del rey de Cebú, cuando sus metas casi ha­bían sido alcanzadas.
El 9 de septiembre de 1522, tres años después de la par­tida, cuando en Sevilla se había dado ya a la expedición por perdida, atraca en los muelles cercanos a los muros del convento de Santa María de la Victoria un barco desvenci­jado, el Victoria, del que desciende una mermada tripula­ción de dieciocho supervivientes, mandada por Juan Sebastián Elcano. Descalzos, en mangas de camisa y con velas en las manos, se dirigieron a la Virgen de la Victoria para darle gracias y, seguidamente, acudieron a venerar a la Virgen de la Antigua en la catedral. Habían realizado una de las ges­tas marineras más importantes de la historia, comparable a la de Colón: dar la primera vuelta al mundo –Primus circum­dedisti me– y demostrar así la redondez de la Tierra.
A los pocos años, en el convento de la Victoria de Triana se levantó un modesto túmulo en honor de Magallanes, que no pudo culminar la gesta. La leyenda decía:

A Fernando de Magallanes,
Insigne navegante:
Valeroso Descubridor del Estrecho
que lleva su nombre,
Muerto en una isla desconocida,
La Comunidad de Mínimos de Nuestra Señora de la Victoria
de Triana,
Llora su mala suerte,
Pide a Dios por su descanso
Y le erige este sencillo monumento.

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