El
30 de enero de 1846 nació en Sevilla santa Ángela de la Cruz, hace hoy 168
años. Se me ocurre contar una anécdota que une a los ángeles con la madre
Angelita, que así se la llamaba en su tiempo en Sevilla.
De
los ángeles tal vez hablemos otro día. Hoy quiero recordar a esos ángeles de
Dios en la tierra que son las Hermanas de la Cruz.
Fundada
la Compañía de la Cruz por sor Ángela en el año 1875, no eran conocidas en un
principio en Sevilla. Pero ellas salían todos los días, como ahora, con sus
hábitos de estameña, a restañar lacras por los corrales de vecinos que por
entonces abundaban en la ciudad.
No
siempre las elogiaban por las calles. Gente había que las veían extrañas y a
veces las insultaban.
Es
invierno. Sale una pareja de Hermanas a las nueve y media de una noche cerrada
a velar a una enferma. Al pasar por una calle, un hombre las mira con
insolencia y exclama:
—¿A
dónde irán estas pájaras a estas horas?
Las
Hermanas apretaron el paso, pero él seguía tras ellas incordiándolas. Entonces
una de las Hermanas, en arranque espontáneo, le respondió:
—Si
tiene tanta curiosidad por saber adónde vamos no tiene más que seguirnos.
Y
las siguió.
Las
Hermanas penetraron en una casa de vecinos donde se encontraron con el
siguiente deplorable cuadro: una mujer tísica en la cama, su madre agonizante
en la otra, y el marido de la primera con un horrible cáncer que le desfiguraba
el rostro.
Las
Hermanas de la Cruz comenzaron su faena: cuidado solícito de los enfermos y
limpieza de la casa.
El
importuno curioso que espiaba desde la puerta tuvo un arranque y se lanzó de
rodillas ante las Hermanas:
—Perdón,
no os conocía. Ignoraba que hubiera ángeles en la tierra.
Y
así siguen, en Sevilla y doquiera ellas están. También en Roma.
Siempre
que voy a Roma, las visito. Viven desde hace más de cuarenta años, como unos
vecinos más, en una vieja casa propiedad de la Embajada de España. Cuando llego
a la planta cuarta, el viajero se da cuenta de que allí vive gente de Sevilla.
Las macetas de pilistras en el pasillo y el cuadro de la Macarena lo delatan.
Santa
Ángela de la Cruz también estuvo en Roma en la primavera de 1894. En un vagón
de tercera salió de la estación de Córdoba para llegar días después a Roma,
acompañada por sor Adelaida de Jesús, la monja del milagro.
Se
celebraba en Roma el Congreso Nacional de Corporaciones Católico-Obreras. Trece
mil obreros de toda España llegaron por los caminos de hierro a la Ciudad
Eterna. Y como una obrera más, obrera del Señor, también sor Ángela.
Resulta
que el papa de entonces, León XIII, dispuesto a dar solemnidad a la
peregrinación española, promovió la beatificación de dos viejos leones de la fe
españoles: Juan de Ávila (Almodóvar del Campo, 1500 – Montilla, 1569) y fray
Diego José de Cádiz (Cádiz, 1743 – Ronda, 1801).
El
milagro que dio el pase a la beatificación del ilustre misionero fray Diego lo
realizó en una Hija de la Caridad residente en el Hospital de las Cinco Llagas
de Sevilla (hoy sede del Parlamento de Andalucía). Desahuciada de los médicos,
a punto de expirar, mordida por la tuberculosis, se salvó prodigiosamente al
invocar al siervo de Dios fray Diego José de Cádiz. Era el 5 de junio de 1862.
Más tarde, buscando una vida de mayor perfección, ingresó en las Hermanas de la
Cruz. Y ahí la vemos con sor Ángela camino de Roma, con billete de tren pagado
por el arzobispo de Sevilla.
Cuando
visitaron al papa, León XIII sólo mantenía su atención a la monja del milagro.
Sor Ángela, a su lado, de rodillas, parecía esconderse tras de la otra para no
ser notada.
En
su diario del viaje dejó anotado:
—
Pedí a Dios le inspirase al papa cómo se había de portar con nosotras, para que
por su vicario conociera si estaba contento conmigo o disgustado.
¿Ha
podido deducir sor Ángela si el papa estaba contento o disgustado con ella?
—
Saqué de esta audiencia que Su Santidad ni estuvo expresivo conmigo ni me
rechazó; pero con la hermana muy cariñoso y expresivo. Pues así estoy en la
presencia de Dios: soy un alma adocenada, ni me desecha nuestro Señor ni está
contento como con otras que son sus predilectas.
La
humildad de una santa…
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