Es de una novela del
escritor ruso Antón Chejov titulada Angustia.
El viejo cochero Jona Potapov es viudo y ha perdido recientemente a su hijo
único. En su viejo coche de caballos, mientras discurre lenta la caída de la
nieve sobre la calle, aguarda pacientemente la llegada de un viajero. Mientras,
se pregunta:
–¿Será
verdad que entre las miles de personas de esta ciudad haya alguna que me
escuche?
Se acerca un militar, que
desea que le lleve a un punto concreto de la ciudad. Jona comienza a hablarle:
–¿Sabe?
Se me ha muerto mi hijo esta semana...
El militar no le contesta;
cuando llega al final de su trayecto, paga y se va sin decir palabra.
Tres jóvenes toman ahora su
vehículo.
–Sabed –les dice Jona– que
mi hijo ha muerto esta semana.
–¡Todos
morimos! ¡Paciencia!– sentencian ellos.
La
angustia le llega a Jona a los ojos y
comienzan a salirle las lágrimas.
Se monta otro viajero. Jona
le dice lo mismo:
–¿Sabes?
Esta semana he perdido a mi único hijo.
–¡Ah,
sí!– le responde distraído. Después, se arrellana
y se dispone a dormitar durante el trayecto.
Las lágrimas se han
convertido en torrente por las mejillas de Jona.
Vuelto a casa, no puede
dormir. La pena le oprime el corazón. Entonces se levanta de la cama, enciende
una vela, se acerca a la cuadra y se abraza al cuello del caballo. Y comienza a
hablarle:
–Era
guapo, bueno, fuerte, paciente... Y, de improviso, se me ha ido. No lo veré
jamás...
El caballo escuchaba pacientemente
el largo soliloquio de su amo.
* * *
¡Hay tanta soledad en el
mundo!
Lo mismo que he citado esta
obra de Chejov, podría haber ofrecido referencias de la obra del filósofo
Jean-Paul Sartre: Solos en medio de la
masa. O la del poeta Baudelaire: Multitud,
soledad. O la del novelista Albert Camus: Extranjero en la propia tierra.
Pero prefiero traer una cita
más de aquel bendito y sufrido papa llamado Pablo VI. En su encíclica Octogessima Adveniens (1971) declaraba,
a propósito de las megápolis que albergan en su seno al neo-proletariado
anónimo:
–El
hombre experimenta una nueva soledad, no ante una naturaleza hostil, para dominar
la cual se requieren siglos, sino ante la masa anónima que lo circunda y en medio de la cual se
siente como extranjero.
Está la soledad del divo
(Julio Iglesias lanzó hace años al mercado un disco con este significativo
título: Un hombre solo); o la soledad
del monje, que la acoge voluntariamente para llegar a las cercanías de Dios
(hay quien ha escrito que habría que darle a todo hombre un trozo de desierto
para encontrar la verdad en su soledad) y tantas otras soledades.
Pero hay unas soledades
tremendas. La del enfermo, la del triste, la del desgraciado; la de nuestro
cochero, por ejemplo... Habría que hacer como Giacomo Maffei, aquel alumno de
Don Bosco muerto en 1935 a
los veintiún años de edad y que ante el fascismo que imperaba en Italia
gritaba:
–Seré de los jóvenes fuertes
y generosos que no se avergüenzan de proclamar: ¡Somos cristianos católicos!
Todos los domingos por la
tarde, Giacomo Maffei se dedicaba a visitar a los que él llamaba «mis pobres».
Decía:
–Voy
a restituir a Jesús la visita que esta mañana me ha hecho en la comunión.
Y el enfermo, el solitario,
el triste le recibían con aire de consuelo sonriente, porque alguien les había
visitado y puesto oído atento a sus angustias.
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