Mañana
domingo, el papa Francisco canonizará a dos papas: Juan XXIII y Juan Pablo II.
A raíz de ello, se me ocurren ciertas consideraciones. A medida que avanzamos hacia
un mundo cada vez más secularizado, se disparan los récords de las
beatificaciones y canonizaciones en la Iglesia. No sabría contar las
beatificaciones realizadas bajo el pontificado de Juan Pablo II. Yo diría que
innumerables. Y dígase lo mismo de las canonizaciones, si se compara su número
con la de los papas anteriores. Para ubicarnos solo en el siglo XX, Pío X tuvo
7 beatificaciones y 4 canonizaciones; Benedicto XV, 3 y 4; Pío XI, 11 y 26; Pío
XII, 23 y 33; y Pablo VI, 31 y 21. Juan Pablo II las multiplicó, diría de forma
exagerada, hasta el infinito.
Resulta
que papas santificados, si no he contado mal, han sido 77.
A
continuación de san Pedro, los siguientes 53 aparecen en el nomenclátor de la
lista papal como santos, muchos de ellos mártires. Es decir, hasta el año 530,
con la muerte de san Félix. Vienen después otros veinte hasta el año 1200. Y a
partir de esa fecha, es decir, desde hace ocho siglos, tan solo tres
santificados: Celestino V (1294), monje que renunció al papado a los cinco
meses de su elección, único caso anterior a Benedicto XVI. Dante lo colocó en
el infierno en la Divina Comedia
porque «hizo por cobardía el gran rechazo». Pero Clemente V lo canonizó «santo
confesor» en Aviñón en 1313. Pasamos al siglo XVI con Pío V (1566-1572), el
papa dominico que puso en marcha el concilio de Trento y también el papa de
Lepanto. Y saltamos ya a comienzos del siglo XX con Pío X (1903-1914),
canonizado por Pío XII.
Y
ahora, de una tacada, dos nuevos papas recientes y conocidos de todos: Juan
XXIII y Juan Pablo II. Da la impresión de que Juan XXIII acude a esta cita como
comodín de Juan Pablo II. Éste ha seguido todos los trámites de la legislación
canónica para las causas de los santos. Fundamentalmente, la aprobación de un
milagro. Juan XXIII, el pobre, no ha podido ofrecer un milagro que echarse a la
espalda. Pero el papa Francisco le ha dispensado de ello y ahí va con el papa
polaco a la canonización. Ya en el año 2000, cuando Juan XXIII fue beatificado,
fue a él a quien le colocaron de comodín otro papa que causaba displicencias en
ciertos sectores de la Iglesia y fuera de ella: Pío IX, el último papa rey, el
papa del Syllabus y el papa del concilio Vaticano I. El papa que perdió los
Estados pontificios.
En
esto de comodines, ocurre también en otras ocasiones. Cuando beatificaron a
Escrivá de Balaguer en 1992, el Opus pretendía ocupar la Plaza de San Pedro a
la mayor gloria exclusiva de su fundador. Pero el Vaticano, con cierto
criterio, le buscó un comodín. ¿Cuál fue? Josefina Bakita, vendida de niña en
el mercado de negros, comprada después por un comerciante italiano y liberada.
Y de esclava a santa: Juan Pablo II la beatificó junto a Escrivá y la canonizó
en el 2000. El postulador de su causa, el padre trinitario Teodoro Zamalloa,
con el que conversé en Roma, se vio agraciado porque la santita negra que él
postulaba pasó de pronto de la larga lista de causas de santos en espera a
primera fila. Creo que en septiembre beatificarán al segundo de Escrivá, Álvaro
del Portillo. Sobre él pesa la faena que le hizo a un humilde cura vasco,
Antonio Amundaráin, que fundó la Alianza en Jesús por María, las Aliadas.
Supongo que Portillo habrá pedido perdón en el cielo al sencillo Amundaráin,
que ya es siervo de Dios. Su causa discurre a paso lento; el otro, al parecer,
ha sabido correr mejor.
Días
antes de la culminación del Vaticano II, 18 de noviembre de 1965, Pablo VI
anunció en la Basílica de San Pedro que las causas de beatificación y
canonización de sus predecesores Pío XII y Juan XXIII comenzaban su curso.
A
partir de ese momento arrancan los procesos de dos papas que Pablo VI hubiera
querido que fueran de la mano. Pero, como se ve, no ha sido así. Después de 48
años, la causa de Juan XXIII llega a su fin; la causa de Pío XII está todavía
en escalones inferiores. Ya es Venerable, que no es poco. Pero su causa está
ralentizada por presiones mediáticas del mundo judío.
Durante
el Vaticano II surgió un movimiento en los ambientes progresistas del concilio
de proclamar a Juan XXIII santo por aclamación, como se hacía en la primitiva
Iglesia. Helder Cámara, obispo de Recife, a quien traté en dos ocasiones en
Sevilla, afirmó en una conferencia celebrada en Roma que Juan XXIII debía ser
canonizado al final del concilio como «el profeta de las nuevas estructuras,
amigo de Dios y amigo de toda la gente». La curia y los grupos conservadores
pensaban por el contrario que la figura a santificar era la de Pío XII, que
dejó toda una doctrina sabia en todos los campos. Ante estas tensiones, que no
afloraron al mundo periodístico del concilio, sino que se fraguaba en su
interior, Pablo VI, que había trabajado intensamente con ambos papas y temía
que una manifestación espontánea de los obispos en el concilio proclamase santo
súbito a Juan XXIII sin pasar por los procesos ordinarios, optó por adelantarse
y proclamó el inicio de las causas de ambos papas. Un anuncio que no suscitó
especial entusiasmo en algunos sectores que no aprobaban el magisterio de su
predecesor y opinaban que el concilio se había distanciado de tal forma de las
enseñanzas de Pío XII que había producido una verdadera fractura en la Iglesia.
En
fin, Pablo VI encargó al jesuita Molinari las dos causas. Molinari objetó que
sería demasiado trabajo, cuando era postulador también de las causas
jesuíticas. Al darle el papa a elegir, optó por la de Pío XII. La de Juan XXIII
fue tomada por un franciscano. Arrancaron al mismo tiempo, pero la figura de
Pío XII ha sufrido desde esos años del concilio tal cúmulo de injurias y calumnias,
como ningún otro papa del siglo XX, hasta ser llamado injustamente el «Papa de
Hitler».
Para
terminar, pediría al papa Francisco cierta economía en las beatificaciones y
canonizaciones. No dudamos que todos están en el cielo –porque Dios es la infinita
misericordia–, sin que haya necesidad de que se proclame oficialmente su
santidad por la Iglesia. Sino elegir modelos que estimulen a los cristianos de
a pie a vivir el Evangelio en los días que nos toca vivir. Y menos medallas y
altares de ciertos santos de corporaciones cerradas que a muchos no solo no nos
dicen nada sino que ofrecen rechazo su estilo de vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario