El
23 de abril de 1878 –hace de ello hoy 136 años– murió en Sevilla el padre José Torres
Padilla, fundador con sor Ángela de las Hermanas de la Cruz. La placita de
Santa Marta, donde vivía, es un lugar privilegiado para subir al cielo. A su
lado estaba el fundador de las Filipensas, Jerónimo García Tejero, su confesor,
que recibió del enfermo varios encargos y el sitio donde estaba la caja con los
pobres ornamentos sacerdotales que debían servirle de mortaja. A las once y
cuarto de la mañana murió. El padre Tejero recitó las preces de rigor junto a
otros sacerdotes que se hallaban en la habitación. Después salió y anunció a
las Hermanas de la Cruz que aguardaban fuera la triste noticia. Ha muerto el «Santero
de Sevilla».
Murió
el martes de Pascua de Resurrección, último día de una Feria de Abril que aquel
año comenzó el domingo de Resurrección.
Los
fieles acudieron en masa a la casa mortuoria, al tener noticia de su muerte, y
se consolaban tocando rosarios y otros objetos religiosos en el cadáver. Al día
siguiente, fue llevado al cementerio de San Sebastián, situado al lado de la
ermita del mismo nombre y al final de lo que entonces era el Prado de San
Sebastián. Aún quedaban los rescoldos de la Feria de Abril. El féretro fue
llevado a hombros por seis sacerdotes y el cabildo catedral acompañó el cortejo
fúnebre hasta la Puerta de Jerez. Una vez en la ermita, no se vio la necesidad
de enterrarlo enseguida, porque el cuerpo no daba aún signos de corrupción.
Aquella noche del 24 al 25 de abril, fue velado por las Hermanas de la Cruz y
algunos fieles, «conmovedora vigilia que contrastaba con el aspecto de la
inmediata populosa ciudad, que dormía profundamente el sueño de las bacanales
del día anterior» de la Feria de Sevilla. Por fin, al día siguiente, 25 de abril
por la tarde, le dieron cristiana sepultura. Y en el cementerio de San Sebastián
permanecieron sus restos hasta el 30 de abril
de 1883 en que fueron trasladados a la Casa Madre de las Hermanas de la Cruz.
Estas Hermanas lo consideran como padre fundador y dentro
de unos días, el próximo 5 de mayo, se abrirá su proceso diocesano de
beatificación en el Sagrario de la catedral.
Canario de nacimiento, fue canónigo de la catedral de Sevilla y asistió
como teólogo al Concilio Vaticano I. Como docente, impartió clases en el
Seminario Conciliar de Patrología, Disciplina e Historia Eclesiástica.
Piadoso y recogido, era hombre de estudio y de confesionario. Llegó a
Sevilla en 1834, después de haber estudiado en la Universidad de la Laguna
donde aprobó Latín en 1829 y Humanidades en 1830. Comenzado el primer curso de
Filosofía, fue clausurada esta Universidad, y Torres Padilla, queriendo
continuar sus estudios, embarcó para la península, dispuesto a seguir en la Universidad
de Sevilla. El barco arribó en Cádiz, pero no pudo desembarcar por encontrarse
afectada la ciudad por el cólera y siguió rumbo a Valencia. Se matriculó en la
Universidad valenciana como pobre en segundo de Filosofía, que aprobó en mayo
de 1834. Pasó a Sevilla y se acogió en el convento franciscano de los Terceros.
A los pocos días, fue admitido en calidad de paje de su paisano el arzobispo de
Heraclea, Cristóbal Bencomo, que pasó los últimos años de su vida en Sevilla.
Pero el obispo protector, que gozaba de la dignidad de arcediano de Carmona, se
le muere bien pronto, el miércoles santo, 15 de abril de 1835. Torres Padilla
celebró su primera misa el 8 de marzo de 1836. Siguió con la Teología, que
terminó en 1842. Humilde, sencillo, recogido, vivía por este tiempo en la calle
de Hiniesta y cercanos tenía los conventos de Santa Isabel, de Santa Paula y de
San Inés, donde confesaba.
Entre sus dirigidas espirituales predilectas están tres monjas conocidas
por su espíritu místico. La dominica sor Bárbara de Santo Domingo, de la que
tengo una biografía escrita que he titulado «Sor Bárbara de la Giralda», porque
nació en lo alto de la Giralda, bajo el cuerpo de campanas, donde vivía con sus
padres, él campanero segundo. La Madre Sacramento, mercedaria descalza de San
José, figura conmovedora de la Sevilla mística del siglo XIX. Su muerte, en
diciembre de 1879, causó honda conmoción en toda la ciudad. Su cadáver
permaneció insepulto e incorrupto 19 días en el coro bajo del convento, pasando
ante él toda Sevilla. Desgraciadamente sus restos desaparecieron en el incendio
provocado en el convento por la chusma el 18 de julio de 1936, al inicio de la
guerra civil. Y santa Ángela de la Cruz, de la que ya he contado cosas en otras
ocasiones y de la que también he escrito un par de libros.
Hay una anécdota muy conocida de Torres Padilla. Tan recogidos llevaba por
la calle sus ojos, que se decía que en los años que llevaba en Sevilla no había
levantado la vista para conocer la Torre del Oro. Le preguntaban los amigos por
qué tenía siempre la vista fija en el suelo y él contestaba:
–¡Como padezco de estómago…!
Uno replicó:
–¡No sabía yo que el dolor de estómago estuviese en los ojos!
No eran tiempos aquellos de solaz y recreación para los clérigos. Un
presbítero, que se preciara de tal y deseoso de conducirse por el camino de la
perfección, como lo pretendía Torres Padilla, no podía ir por la calle de otro
modo. Era lo correcto. Pero no todos se comportaban así. Había clérigos que se
permitían salir de paisano y se les veía así por paseos y otros parajes
públicos. Pero para ellos estaba don Victoriano Guisasola, secretario de cámara
del cardenal de la Lastra, arcipreste de la catedral y con el tiempo obispo de
Teruel y otras diócesis hasta recalar en Santiago de Compostela, que había
prohibido a los clérigos el uso del traje seglar y disponía de un alguacil
mayor de la Mitra, entre bonachón y malas pulgas, y con amplios bigotes, que
empuñando su bastón de borlas fisgoneaba y perseguía por las calles y plazas de
Sevilla a la clerecía indómita.
Torres Padilla no era así. Era un cura santo, el Santero de Sevilla le
llamaban, aunque en verdad resulte un poco exagerado eso de llevar los ojos tan
recogidos.
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