sábado, 12 de abril de 2014

Cristo de la Clemencia

Hay un Cristo en la catedral de Sevilla, imponente y se­reno en su mirada misericordiosa, que permanece silencioso en su capilla, mientras las procesiones de Semana Santa recorren las naves del templo en su estación penitencial. Es el Cristo de la Clemencia, de Martínez Mon­tañés, digno de ser aupado por su belleza escultural en el mejor paso procesional de Sevilla.
Pero no fue hecho para el clamor de las calles, sino para el silencio del oratorio donde el devoto penitente eleva los ojos en oración suplicante y se encuentra con los del Cristo de la Clemencia, siempre misericordioso y dis­puesto al per­dón.


Se lo encargó a Martínez Montañés, en 1603, el arce­diano de Carmona, Mateo Vázquez de Leca, para su capilla particu­lar en su casona de la collación de San Nicolás. Y lo quería así, con la mirada hacia abajo, sereno y clemente ha­cia el pecador. Que era, según se cuenta, el propio canó­nigo.
Un año antes, en 1602, según cuenta la tradición, se había dado en el arcediano de Carmona una conversión singular. Había vivido hasta entonces Mateo Vázquez de Leca con todos los regalos que le habían venido por la diosa for­tuna. Su tío, de igual nombre y apellidos, había sido el se­cretario particular de Felipe II. El sobrino se crio en el palacio arzobispal de Sevilla a la sombra del célebre car­denal Rodrigo de Castro. A los 14 años ya era canónigo cole­gial del Salvador, y a los 18, muerto su tío en Madrid, he­redó su canonjía y el arcedianato de Carmona, aunque no te­nía la edad exigida. Mateo Vázquez de Leca lo tenía todo: juventud, fortuna familiar y cargo prestigioso. Ordenado tan sólo de epístola (o de subdiácono), paseaba por Sevilla su porte señoritil. El padre jesuita Gabriel de Aranda, en su libro "Vida del Venerable Fernando de Contreras", cuenta que le conoció en los úl­timos años de su vida y «como la edad era poca y la renta mucha, no fueron sus pasos tan ajustados a las obligaciones en que el estado de eclesiástico le po­nían...». 
Pero sucedió su singular conversión. Tras la procesión del Cor­pus de aquel año («habiendo lucido el arcediano en la proce­sión, así en lo transparente y aseado como en la sotana casi de soplillo que llevaba debajo, para lucir un vestido de brocado muy rico que había estrenado aquel día»), sintió la llamada de una mujer tapada que le hizo señas para que le siguiese. Vázquez de Leca la siguió, rumiando en su mente cierta curiosidad morbosa. En la capilla de la Virgen de los Reyes le pidió que se descubriera. Ante el silencio de la señora, lo hizo él. Separó el manto que le cubría el ros­tro y... se halló con la tétrica imagen de un esqueleto.
Mateo Vázquez de Leca salió de la capilla de la Virgen de los Reyes gritando:
–¡Eternidad, eternidad, eternidad!
Se dirigió a su casa, una de las principales de la collación de San Nicolás, se cambió de vestimenta tomando la de un criado, y, entrada ya la noche, acudió al padre Fernando de Mata, «sacerdote el más ejemplar que conocía por aquel tiempo Sevilla». Se acogió a su dirección espiritual y la vida del arcediano cambió radicalmente.
Ordenado de sacerdote, encargó a Martínez Montañés la factura de un Cristo con mirada compasiva hacia el penitente orante. Es el Cristo de la Clemencia. ¡Cuántas oraciones no derramaría ante esta maravillosa imagen! El 24 de septiembre de 1614 donó la imagen al monasterio de la Cartuja. En el siglo XIX, tras la exclaustración de monasterios y conventos, vino la imagen a la catedral, siendo colocada en la sacristía de los Cálices. De ahí el nombre por el que también es conocido: Cristo de los Cálices. Desde 1993 tiene capilla propia en el templo catedralicio, en la nave de la Epístola.

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