Hay
un Cristo en la catedral de Sevilla, imponente y sereno en su mirada
misericordiosa, que permanece silencioso en su capilla, mientras las
procesiones de Semana Santa recorren las naves del templo en su estación
penitencial. Es el Cristo de la Clemencia, de Martínez Montañés, digno de ser
aupado por su belleza escultural en el mejor paso procesional de Sevilla.
Pero
no fue hecho para el clamor de las calles, sino para el silencio del oratorio
donde el devoto penitente eleva los ojos en oración suplicante y se encuentra
con los del Cristo de la Clemencia, siempre misericordioso y dispuesto al perdón.
Se
lo encargó a Martínez Montañés, en 1603, el arcediano de Carmona, Mateo
Vázquez de Leca, para su capilla particular en su casona de la collación de
San Nicolás. Y lo quería así, con la mirada hacia abajo, sereno y clemente hacia
el pecador. Que era, según se cuenta, el propio canónigo.
Un
año antes, en 1602, según cuenta la tradición, se había dado en el arcediano de
Carmona una conversión singular. Había vivido hasta entonces Mateo Vázquez de
Leca con todos los regalos que le habían venido por la diosa fortuna. Su tío,
de igual nombre y apellidos, había sido el secretario particular de Felipe II.
El sobrino se crio en el palacio arzobispal de Sevilla a la sombra del célebre
cardenal Rodrigo de Castro. A los 14 años ya era canónigo colegial del
Salvador, y a los 18, muerto su tío en Madrid, heredó su canonjía y el
arcedianato de Carmona, aunque no tenía la edad exigida. Mateo Vázquez de Leca
lo tenía todo: juventud, fortuna familiar y cargo prestigioso. Ordenado tan
sólo de epístola (o de subdiácono), paseaba por Sevilla su porte señoritil. El
padre jesuita Gabriel de Aranda, en su libro "Vida del Venerable Fernando de Contreras", cuenta que le conoció en los últimos años de su
vida y «como la edad era poca y la renta mucha, no fueron sus
pasos tan ajustados a las obligaciones en que el estado de eclesiástico le ponían...».
Pero
sucedió su singular conversión. Tras la procesión del Corpus de aquel año
(«habiendo lucido el arcediano en la procesión, así en lo transparente y
aseado como en la sotana casi de soplillo que llevaba debajo, para lucir un
vestido de brocado muy rico que había estrenado aquel día»), sintió la llamada
de una mujer tapada que le hizo señas para que le siguiese. Vázquez de Leca la
siguió, rumiando en su mente cierta curiosidad morbosa. En la capilla de la
Virgen de los Reyes le pidió que se descubriera. Ante el silencio de la señora,
lo hizo él. Separó el manto que le cubría el rostro y... se halló con la
tétrica imagen de un esqueleto.
Mateo
Vázquez de Leca salió de la capilla de la Virgen de los Reyes gritando:
–¡Eternidad,
eternidad, eternidad!
Se
dirigió a su casa, una de las principales de la collación de San Nicolás, se
cambió de vestimenta tomando la de un criado, y, entrada ya la noche, acudió al
padre Fernando de Mata, «sacerdote el más ejemplar que conocía por aquel tiempo
Sevilla». Se acogió a su dirección espiritual y la vida del arcediano cambió
radicalmente.
Ordenado
de sacerdote, encargó a Martínez Montañés la factura de un Cristo con mirada
compasiva hacia el penitente orante. Es el Cristo de la Clemencia. ¡Cuántas
oraciones no derramaría ante esta maravillosa imagen! El 24 de septiembre de
1614 donó la imagen al monasterio de la Cartuja. En el siglo XIX, tras la
exclaustración de monasterios y conventos, vino la imagen a la catedral, siendo colocada en la sacristía de los Cálices. De
ahí el nombre por el que también es conocido: Cristo de los Cálices. Desde 1993
tiene capilla propia en el templo catedralicio, en la nave de la Epístola.
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