Acabo de presenciar en directo por televisión
la visita silenciosa que el papa Francisco ha realizado esta mañana al campo de
exterminio de Auschwitz, el «Gólgota
del mundo moderno», como lo definió Juan Pablo II. Ha sido impresionante,
especialmente, cuando el Papa penetró y rezó durante largos minutos en la celda
donde murió de hambre el franciscano san Maximiliano Kolbe, con otros nueve prisioneros
diezmados.
Voy a recrear el clima perverso de Auschwitz, como
modelo de un campo de exterminio, todos situados en Polonia, en lugares
marginales, pero conectados con la vía férrea. En la puerta principal del campo
aparecía un lema sarcástico que decía: Arbeit
macht frei, el trabajo os hará libres. El comandante del campo, el malvado
criminal Rudolf Höss, dirá con descaro:
–Esto no es un sanatorio sino un campo de
concentración alemán, en el que no se sale sino por el camino del horno
crematorio. Si a alguno no le gusta esto, puede arrojarse enseguida a los
cables de alta tensión que circundan el campo. Si entre vosotros hay judíos,
esos no tienen derecho a vivir más que dos semanas; los sacerdotes, un mes; los
otros, tres meses. El pueblo alemán os ha rechazado y excluido del derecho a
pertenecer a la vida…
Auschwitz, a 50 kilómetros de Cracovia, montado sobre
un antiguo campamento del ejército polaco, es el símbolo de la barbarie nazi,
sinónimo de Shoah, sinónimo de Holocausto. Construido en mayo de 1940, en la
línea férrea entre Katowice y Cracovia cerca de Oswiecim, fue concebido en
principio como campo de concentración de prisioneros polacos, pero en 1942 se
transformó, cuando se tomó la decisión de la «solución final», en un verdadero
campo de exterminio, donde murieron más de un millón de personas, la mayoría de
ellas judíos.
Auschwitz es un gran complejo compuesto
de tres campos: Auschwitz I, Auschwitz II-Birkenau y Auschwitz III-Monowitz.
Auschwitz I, abierto el 20 de mayo de 1940, es el campo principal, ocupado
primero por prisioneros de guerra y enemigos políticos polacos y soviéticos;
después por judíos y resistentes de todas las nacionalidades; Auschwitz
II-Birkenau, a tres kilómetros de Auschwitz I, abierto el 8 de octubre de 1941,
construido por prisioneros rusos, fue destinado al exterminio de los judíos en
las cámaras de gas; Auschwitz III-Monowitz, abierto el 31 de mayo de 1942, fue
un campo de trabajo para las fábricas IG Farben (Interessengemeinschaft Farbenindustrie), el complejo químico más
importante en la Segunda Guerra Mundial.
El exterminio a gran escala comenzó en
Auschwitz II-Birkenau en la primavera de 1942 como resultado de la aceleración
de la «solución final» tratada en la Conferencia de Wannsee. En verano, comenzó
a recibir grupos de judíos enviados directamente desde Eslovaquia, Francia,
Bélgica y los Países Bajos. Pero su capacidad de exterminio era aún limitada
porque no disponía todavía de hornos crematorios y solo contaba con dos cámaras
de gas, las llamadas «Casita Roja» o Búnker 1, con capacidad para unas
ochocientas personas, y la «Casita Blanca» o Búnker 2, con capacidad para unas
mil doscientas personas. Más de un año tardarían en levantar en las cercanías
cuatro hornos crematorios.
Los trenes de mercancía que llevaban a los judíos
paraban en el apeadero de los judíos (la Judenrampe). Se abrían las puertas de los vagones y
unos seres vencidos por el cansancio de tantas horas y días de viaje, sentados
si acaso sobre sus maletas y desfallecidos de hambre y sed, saltaban al andén.
Los hombres son colocados en una fila, las mujeres y los niños en otra, bajo la
mirada de las SS que maldecían a gritos y con perros a sus lados. Pasaban el
control médico, es decir la selección de aquellos que eran «hábiles para el
trabajo», principalmente hombres sanos de 17 a 50 años, y también algunas
mujeres, que pasaban a la izquierda, y los ancianos, mujeres mayores, niños,
mujeres encintas y las que llevaban niños en sus brazos, enviados a la derecha.
Los médicos, dirigidos por el criminal Josef Rudolf Mengele, conocido como «El
ángel de la muerte», se mostraban bastante atentos con los prisioneros, para
enmascarar la operación de selección y dar confianza a unos presos cansados y
confusos de tan largo viaje.
Para Rudolf Höss, comandante del campo,
no pasó inadvertido que separar a los hombres de las mujeres, a los maridos de
sus esposas, era un problema. Pero, sobre todo, no tardó en darse cuenta que
separar de sus hijos a unas madres jóvenes, que podrían ser una mano de obra de
gran valor, era un problema mayor. Para evitar escenas enloquecedoras e incluso
motines, decidió prescindir de esas madres y colocarlas con sus hijos pequeños,
ancianos y mujeres en la fila de la derecha, es decir, los que irán
directamente a la cámara de gas.
Estos eran trasladados al crematorio en
un extremo del campo de Birkenau. Para evitar el pánico, se les informaba a las
víctimas que recibirían una ducha. Un oficial de las SS les decía:
–Ahora se os dará un baño y se os
desinfectará: no queremos epidemias en el campo de concentración. Luego os
conducirán a vuestros barracones, donde se os dará sopa caliente. A cada uno de
vosotros le será asignada una tarea en consonancia con sus aptitudes
profesionales. Ahora, desvestíos y colocad vuestra ropa en el suelo, delante de
vosotros.
Incluso se permitían alguna broma:
–¡No os vayáis a quemar con la ducha!
Y aquellos infelices se desnudaban,
hombres, mujeres y niños, sufriendo así una nueva humillación.
Al principio, los hacían entrar a
patadas y golpes. Pero resultaba más práctico hacerles creer que los iban a
desinfectar mediante una ducha, en lugar de decirles que los iban a ejecutar.
–Por favor, disponed de forma ordenada
vuestras pertenencias.
Y todos doblaban su ropa y unían sus
zapatos atando los cordones uno con otro. Y los hacían entrar en el horno, que
era una enorme sala con alcachofas en el techo como simulando que por ella
caería el agua de ducha. Cerradas las puertas, en vez de agua salía por el
techo el Zyklon B, ácido cianhídrico empleado hasta ese momento como
desinfectante, que acabará con sus vidas en cinco minutos.
Desde fuera, a pesar de los gruesos
muros, un griterío ensordecedor rompía las paredes hasta hacerse cada vez más
leve y terminar en silencio total. Veinticinco minutos más tarde, cuando abrían
las puertas, allí estaban los cuerpos desnudos, amontonados unos sobre otros,
sin un hálito de vida. Actuaban entonces los llamados Sonderkommandos, (literalmente «comandos especiales»), prisioneros
judíos y no judíos, seleccionados para trabajar en las cámaras de gas y en los
crematorios. Procedían a evacuar y ventilar el recinto y a retirar los cuerpos.
En esta revisión se les extraían los dientes postizos de oro, anillos,
pendientes u otros objetos y se revisaban los orificios corporales por si
habían escondido alhajas en la boca, el recto o la vagina. Cuando todavía no
existían los crematorios, los llevaban a unas enormes fosas al aire libre donde
eran echados y sepultados.
Los diez mil prisioneros soviéticos que
comenzaron la construcción de Birkenau en el otoño de 1941, apenas permanecían
con vida unos centenares cuando llegó la primavera. Explicar en el Totenbuch (libro de defunciones) tantos
miles de fallecimientos era un problema. Inventaron la fórmula de idear
enfermedades diversas, como por ejemplo los ataques al corazón. Pero cuando
llegaron los judíos al campo encontraron un método más sencillo: no registrar
aquellos que iban directamente a la cámara de gas y sólo registrar con el
consiguiente tatuaje con su número en el brazo a los que quedaban para los
trabajos forzados.
Por eso no hay constancia de miles y
miles de judíos que pasaron por Auschwich y no constan en ningún registro.
Auschwitz era, como dejó escrito un
superviviente ruso:
–Muerte, muerte, muerte: muerte por la
noche, muerte por la mañana, muerte por la tarde… La muerte estaba presente en
todo momento.
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