Cuento aquí la vida y milagros de un
personaje bufo que apareció por Sevilla en la segunda decena del siglo XVII
después de haber sido echado de la Roma de Paulo V por «sus extravagancias».
Era clérigo, portugués de origen, y se llamaba Francisco González de Méndez,
más conocido como Padre Méndez. Tenía su congregación de beatas, a las que
explotaba en su candidez idiota. Las comulgaba con varias formas, para que así
tuvieran más al Señor. Y cuando terminaba la misa en un oratorio de su casa,
«se desnudaba las vestiduras sagradas y bailaba con ellas, y decían: Ande la
rueda y coz con ella, y cantaban: Mi carí redondo, mi buena cara, y
bailaban con desenvoltura tal que se les caían las tocas y descubrían las
piernas. Y decía que todo aquesto era amor de Dios, y que estaban borrachas de
espíritu», según se lee en unas Memorias de Sevilla.
–Y dijo que todas las mujeres que se
confesaban con él no se condenarían, que tenía revelación de ello. Y mandó a
las mujeres que tenía a su cargo que no rezasen vocalmente, sino que rezasen
con los ojos cerrados, y contemplasen un paso de la Pasión. Y para hacer
oración mental mandaba a una de las dichas mujeres que le rascase la cabeza. Y
dijo que tenía espíritu de conocer cuales almas eran predestinadas, y que
conocía el interior de algunos. Y que él no había de ir al purgatorio, y que
por eso trabajaba acá tanto. Y dijo a cierta persona que en cualquier trabajo
que tuviese se encomendase a él, y le pidiese socorro después de muerto, que
él le socorrería. Y dijo que sabía el estado de las almas de la otra vida. Y
habiéndose muerto cierta persona, dijo que estaba en el purgatorio y que no
había de salir hasta que él muriese y la sacase.
El Padre Méndez murió, a lo que parece,
el 30 de octubre de 1618. Pero su muerte anunciada ocurrió dos años antes. A
primeros de julio de 1616 se le ocurrió pregonar a su amplia parroquia de lelos
y lelas que moriría el próximo 20 de julio. Sevilla se mostró expectante ante
esta profecía, unos claramente favorables y otros burlones y sandungueros ante
la postrera extravagancia del Padre Méndez.
Por suerte, nos ha quedado una crónica
puntual de sus postrimeros días antes de comparecer ante el Padre eterno. Son
siete cartas magistrales del obispo auxiliar de Sevilla, don Juan de la Sal,
escritas durante esos días al duque de Medina Sidonia.
El Padre Méndez se ha retirado al
convento del Valle, de franciscanos recoletos, para desde allí llegar más
fácilmente a la gloria. Y lo curioso del caso es que los frailes, que le dieron
cobijo, llegaron a creer a semejante pícaro.
Cuenta don Juan de la Sal al duque en la
quinta carta, 14 de julio:
–Antes de ayer, poniéndose en el altar a
las cuatro de la mañana, y comenzando a decir: In nomine Patris, etc.,
se quedó aquí sin otra palabra hasta que dieron las ocho. Mientras le duran
estos raptos o suspensiones del alma, suelen leerle de ordinario algún libro
espiritual, que es como hacerle el son para que dormite, o como llevarle el
canto llano para que él eche el contrapunto, si no es que, arrebatado de las
bajezas de acá, es su conversación allá en los cielos y se pasea por ellos, y
los mide, como suele decirse, a pulgadas.
El 15 de julio, fiesta de san
Buenaventura, ha sido día propicio a don Juan de la Sal para nuevas y jugosas
novedades. Invitado por los franciscanos al Colegio de San Buenaventura, se ha
encontrado en la comida con el guardián del convento de San Francisco, con el
guardián del Valle, con el rector jesuita del Colegio de San Hermenegildo y con
otros religiosos de Sevilla. Como es lógico suponer, la conversación de
sobremesa no podía versar sino del tema del momento en Sevilla: ¿Se muere o no
se muere el Padre Méndez? Y con la chispa clerical que en estos encuentros se
suele dar, don Juan de la Sal pudo recopilar nuevas curiosas anécdotas del
iluminado portugués que inmediatamente cuenta (carta sexta, 16 de julio) al
duque. El Padre Méndez «comienza a blandear en lo que antes hablaba con
denuedo, y al plazo de los veinte; duda si llegará a los veinticinco, día de Santiago,
o si se acortará a los diez y siete, que es mañana, día de domingo».
–En fin –cuenta graciosamente don Juan
de la Sal–, él quiere, como preñada, tomar entero su mes, y parir el día que
quisiere; mas yo no vengo en aquesto. Desde el principio profetizó que a los
veinte, y un día sólo que se muera antes o después es manifiesta engañifa.
No murió, para desconsuelo de sus
beatas. La carta séptima, fechada el 21 de julio, jornada siguiente al día de
autos, nos ofrece don Juan de la Sal los pormenores del chusco desenlace.
–Él tuvo, a su parecer, esta semana
pasada, nueva revelación de que el Señor le abreviaba el término de su muerte
por tres o cuatro días; porque el viernes en la noche, a los quince de julio,
le dijo al padre Guardián que le diese licencia para ir a decir la última misa
a casa de sus hijas (que es un retiramiento de doncellas pobres que él tiene
recogidas) y que le hiciese merced en su entierro de honrarlo con sus frailes.
Recibida la bendición del Guardián, y despedídose de él para morirse, salió del
convento buen rato después de anochecido, y de camino quiso antes consolar a
una señora principal, su hija de confesión, de las que más firmes estaban en la
creencia de su muerte. Hallóla que estaba acostada; mas levantóse en los aires
en oyendo decir que estaba allí el maestro, y después de los últimos abrazos,
le pidió ahincadamente que, por la despedida, le dejase santificada su cama con
acostarse un rato en ella. Él, como es un cordero sin mancilla y una paloma sin
hiel, no tuvo corazón para negarle su cuerpo. Acostóse en la cama como un
ángel, y en habiéndola santificado, volvióse a levantar y prosiguió su camino,
acompañándole siempre el provincial y tres religiosos del Tardón, el médico
historiador y no sé qué tantos hijos suyos de los del corazón, que fueron los
escogidos por él para testigos de su tránsito. Púsose en el altar a las cuatro
de la mañana del sábado, entreteniéndose en la misa tan despacio, que vino a
alzar después de anochecido, y acabó el domingo a más de las tres de la mañana.
Reconcilióse dos o tres veces en la misa, y juzgan todos que también rezó las
horas canónicas el sábado. Hacia la media noche, viendo que se iba acercando la
hora de su muerte, se despidió en el altar del provincial del Tardón, su
confesor y padre de espíritu, con estas terminantes palabras:
–Adiós, padre mío.
El médico devoto le tomaba el pulso de
cuando en cuando, por ver cuándo acababa, y con razón, porque de un hombre tan
extenuado se debía aguardar que acabaría en aquel acto, estando veinte y cuatro
horas en el altar sin comer, y con ansias continuas de esfuerzos y visajes, que
deberían consumir los espíritus vitales. Y así en mis ojos el verdadero milagro
no hubiera sido el morirse cumpliendo su profecía, sino el no haberse muerto
haciendo lo que hizo. Pero Dios quiso hacer antes este milagro, que permitir
que se le atribuyese el cumplimiento de la profecía vanísima de Méndez. Y es
señal evidente de que les había asegurado de nuevo a los devotos del alma que
se hallaban presentes de que sería su tránsito en la misa, y en la misma hora
que nuestro Señor Jesucristo resucitó… Pues cuando vieron que era pasada la
hora y no se moría, todos, uno en pos de otro, se fueron cabizbajos a sus
casas, dejándolo en el altar, donde acabada la misa, se halló solo en su cabo;
y sin decir palabra ni despedirse de sus hijas, se fue a esconder a otro
retiramiento de mujeres ruines, que llaman la Galera; de donde nunca saliera,
de corrido, si el padre Guardián, de compasión, sabiendo lo que pasaba, no
hubiera ido a buscarlo aquella tarde, animándolo y consolándolo tanto, que al
fin el buen hombre le vino a preguntar:
–Pues, padre, ¿qué he de hacer?
–¿Qué? –le respondió el Guardián–.
Salirse como antes por Sevilla, pidiendo su limosna para estas buenas obras. La
carne lo sentirá a los principios, pero al cabo de ocho días se habrá olvidado
todo.
Sevilla castigó al majadero clérigo
portugués con su broma habitual:
–¿Cómo no se ha muerto, Padre Méndez? –le
gritaban.
Y respondía compungido:
–El demonio me ha dado un mal golpecito.
Soy un mentecato.
Murió un par de años después,
probablemente el 30 de octubre de 1618. Y seis años más tarde, 30 de noviembre
de 1624, la Inquisición lo sacó penitenciado en estatua por las calles de
Sevilla con una soga en vez de cíngulo por haber pertenecido a la secta de los
alumbrados.
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