Santa Catalina de Siena es una de las más
grandes místicas de la historia de la Iglesia, dominica laica, mujer de fe,
personalidad fuerte y original, consejera y crítica de papas y reyes en una
Europa del siglo XIV convulsionada por la peste negra que diezmó a la
población, la crisis institucional de la Iglesia con los papas en el destierro
de Aviñón, y una Italia, patria de santa Catalina, atomizada en pequeñas
repúblicas enemigas entre sí.
Sorprende el hecho de la relevancia de esta
mujer y mujer laica —perteneció solamente a la orden tercera de las dominicas— en
un mundo radicalmente masculino, donde la mujer no significaba nada de por sí
sino en relación al hombre. Ella en cambio, frágil de cuerpo pero fuerte de
espíritu, tuvo tal relevancia en la Europa de su siglo que ha sido reconocida en
la Iglesia con múltiples patronatos que resaltan su labor encomiable.
Pío IX la proclamó en 1866 patrona de Roma,
lugar de su muerte y de su sepulcro, junto con los apóstoles Pedro y Pablo. Pío
X la eligió en 1909 patrona de las mujeres de Acción Católica italianas. Pío
XII la hizo en 1939 patrona primaria de Italia junto con san Francisco de Asís
y definió a la santa «decoro de la patria y defensa de la religión». Y en 1943
la declaró patrona de la Cruz Roja italiana. Pablo VI, el 4 de octubre de 1970,
la proclamó Doctora de la Iglesia —gloria que como mujer comparte con santa
Teresa de Jesús y santa Teresita del Niño Jesús—, proponiéndola así como
maestra, ella que ni siquiera fue discípula, y ensalzando la doctrina de los
escritos de «la humilde y sabia virgen dominica». Ya lo ponderó el papa Pío II
cuando la canonizó en 1461: «Nadie se le acercó nunca sin volver más instruido
o mejor. Su doctrina fue infusa, no adquirida. Ella apareció como un maestro
sin haber sido discípulo. Los doctores en ciencias sagradas, los obispos de las
grandes iglesias, le proponían las cuestiones más difíciles sobre la divinidad;
sobre ellas recibían las respuestas más sabias, marchándose como corderos
después de haber venido como orgullosos leones y lobos amenazadores». Juan
Pablo II, el 1 de octubre de 1999, la proclamó copatrona de Europa, en la apertura de la II Asamblea para
Europa del Sínodo de Obispos,
justamente para subrayar la relación entre la obra de santa Catalina y la
historia del continente. Con san Benito y los santos Cirilo y Metodio, patronos de Europa, tres
mujeres aparecen como patronas: Santa Catalina de Siena, santa Brígida de
Suecia y santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein). «Las tres santas,
escogidas como copatronas de Europa, tienen un lugar especial en la historia
del continente —dijo en su proclamación Juan Pablo II—. Así, Edith Stein, que provenía de una familia
judía, dejó su brillante carrera de investigación para convertirse en religiosa
carmelita, bajo el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, y murió en el campo
de exterminio de Auschwitz. Ella es el símbolo de los dramas de la Europa del
siglo XX. En cuanto a Brígida de Suecia y Catalina de Siena, que han vivido las
dos en el siglo XIV, trabajaron incansablemente por la Iglesia y se preocuparon
de su suerte a nivel europeo. Brígida se consagró a Dios después de haber vivido plenamente
su vocación de esposa y de madre; recorriendo Europa de norte a sur, se empleó
sin descanso por realizar la unidad de los cristianos y murió en Roma.
Catalina, humilde e intrépida terciaria dominica, llevó la paz en su tierra
natal de Siena, en Italia y en la Europa del siglo XIV. Consagró todas sus
energías a favor de la Iglesia y logró obtener el retorno del Papa de Aviñón a
Roma. Las tres expresan admirablemente la síntesis entre la contemplación y la
acción».
Dos niñas nacieron en Siena (Italia), en un
parto de gemelos, el 25 de marzo de 1347, domingo de Ramos y festividad de la
Anunciación. Se llamaron Catalina y Juana, nacidas de la señora Lapa di Puccio di
Piagente, segunda esposa de Jacopo de Benincasa, tintorero de pieles en el
barrio de la Oca, junto a Fontebranda. Juana murió recién nacida y Catalina hacía el número veintitrés de
una familia bien numerosa. Al año siguiente, año de la peste negra que asoló a
Europa, hubo en aquella casa un último parto, número veinticinco, que no cuajó.
Raimundo de Capua, primer biógrafo de Catalina y confesor de la santa, dijo de
Lapa, la madre, que fue una «abeja fructuosa» que «llenaba de hijos e hijas la
casa de Jacopo». Y por si no hubiera suficientes hijos, hospedaron a un
huérfano, diez años mayor que Catalina, Tomasso della Fonte, que, profesado
dominico, sería el primer confesor de la futura santa.
Por inspiración divina, a los siete años ofreció a
Dios su virginidad y en 1363, superada la oposición de la familia, inició la
vida como laica dominica en la Fraternidad Seglar de Hermanas de la Penitencia
de Santo Domingo, dedicadas a la oración, penitencia y ayunos.
A los veintitrés años, recibe en una visión la
misión de dedicarse a la vida de apostolado en una Iglesia dividida por el
cisma que culmina con la vuelta de Avignon a Roma de los Papas.
Un ataque de apoplejía la dejó
semiparalítica y ocho días después, 29 de abril de 1380, domingo anterior a la
fiesta de la Ascensión, murió en Roma a la edad de treinta y tres años rodeada
de sus discípulos. «Tú me llamas, Señor, vengo a ti no por mis méritos sino por
tu misericordia… Sangre, sangre, sangre…». Éstas fueron sus últimas palabras.
«Sangre es un vocablo —refiere el P. García Villoslada— que salpica de rojo
todas las páginas de los escritos de la Santa; para saludar, para despedirse,
para expresar las ideas más hondas de la vida espiritual y mística, ella se
vale continuamente de la voz sangre; sangre que en su pluma significa amor de
Cristo, caridad, perdón, dulzura infinita, luz divina, vestido nupcial, los
sacramentos, el mismo Cristo; y en aquella época, en que tanto disputaban los
teólogos sobre la sangre de Cristo, y los fieles se enfervorizaban con la
devota invocación ¡Sangre de Cristo, embriágame!, y los artistas
pintaban al Redentor con las llagas abiertas y goteantes, y el cuerpo místico
sangraba por tantas heridas espirituales y materiales, la palabra sangre, tan
repetida por Catalina, se convierte en el mejor símbolo de aquel siglo
verdaderamente atormentado y sangriento».
La veneración de su cuerpo comenzó desde el
mismo momento de su muerte. Enterrada en el cementerio de la Minerva, poco
después, en 1383, fray Raimundo de Capua hizo depositar sus restos en un
sepulcro marmóreo dentro de la iglesia. En 1430, san Antonino, que era prior de
la Minerva, para honrarla más especialmente, pasó su sepulcro a la capilla del
Rosario y, finalmente, en 1855, Pío IX hizo trasladar el sarcófago al altar
mayor donde hoy se venera. Desgraciadamente, el pequeño cuerpo macerado de la
santa no ha sido respetado por sus fieles seguidores y ha sufrido mutilaciones
múltiples para apropiarse de reliquias. Si su cuerpo está en Santa María sopra
Minerva de Roma, su cabeza se venera en un relicario en la iglesia de Santo
Domingo de Siena, trasladada allí por el mismo fray Raimundo de Capua en 1383.
¿Qué
nos dice hoy santa Catalina, una mujer del siglo XIV? Evidentemente no estamos
ante una cristiana «ordinaria». Situada en el círculo restringido de los
grandes místicos de la Iglesia, goza de unos favores divinos difíciles de
alcanzar por el común denominador de los creyentes: visiones, coloquios de
amor, estigmas, ciencia infusa, matrimonio espiritual... Toda una sucesión de
hechos extraordinarios jalonados en una vida fundida en Dios. Los
últimos meses de su vida vivía sostenida casi exclusivamente de la Eucaristía,
su único alimento.
¿Qué podemos
encontrar pues en ella? Me sería difícil sintetizar en pocas palabras una
figura tan compleja y rica de matices. Pero lo resumiré en estas breves pinceladas.
Santa Catalina de Siena fue una infatigable luchadora por la paz y una
combatiente de la fe en un mundo convulso y violento como fue el suyo, y como
lo es el nuestro. Y un ejemplo vivo de amor a Cristo y a la Iglesia, devoción
viva a la Virgen María, adhesión filial al Papa, y entrega y dedicación generosa
a los pobres y a los más débiles. Un programa sencillo que todos podemos, y
debemos, seguir para lograr nuestra propia vida de santidad, con el apoyo e
intercesión de santa Catalina de Siena.
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