En la mañana fría del 23 de diciembre de
1870, los restos mortales de Gustavo Adolfo Bécquer son enterrados en la
Sacramental de San Lorenzo de Madrid. Había muerto el poeta sevillano el día
anterior, 22 de diciembre, en su casa de Madrid, calle Claudio Coello del
barrio de Salamanca, a las diez de la mañana, a los treinta y cuatro años de
edad.
Media hora después de su muerte, a las diez
y media de la mañana, un eclipse total de sol oscureció el cielo de Sevilla
como si los sevillanos hubieran echado un telón oscuro al astro rey para
enlutar la ciudad en oscuro silencio por la muerte del poeta.
En la Rima 25, Bécquer había presentido:
En donde esté una piedra
solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.
–Seguramente que deseo vivir –escribió en
1869, cercano ya a su muerte prematura–, porque la vida, tomándola tal como es,
sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir
oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin
ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene a la mañana su gota de
rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra echada con respeto y que no
apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja
que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que
me cubra con su manto de raíces, y por último, un tapial que sirva para que no
aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos. He aquí, hoy por hoy, todo lo que
ambiciono. Ser una comparsa en la inmensa comedia de la humanidad; y, concluido
mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me
aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.
Este es Bécquer, pendulando siempre de un
nihilismo fatal a la profunda creencia en la resurrección de la carne. En su
tercera carta Desde mi celda había escrito:
–Soñaba esa vida tranquila del poeta que
irradia con suave luz de una en otra generación; soñaba que... cuando la muerte
pusiese un término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de
la inmortalidad a la orilla del Betis... Una piedra blanca con una cruz y mi
nombre serían todo mi monumento... Pasado algún tiempo, y después que la losa
comenzara a cubrirse de manchas de musgo, una mata de campanillas, de esas
campanillas azules con un disco de carmín en el fondo que tanto me gustaban,
crecería a su lado enredándose por entre sus grietas...; para leer mi nombre,
ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso descorrer un
cortinaje de verdura. Pero, ¿para qué leer mi nombre...? En la tarde, y a la
hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego,
la árabe torre y los muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen la
corriente del río en un ligero bote que deja en pos de sí una inquieta línea de
oro, dirían al ver aquel rincón de verdura donde la piedra blanqueara al pie de
los árboles: «Allí duerme el poeta».
No fue así, como soñara Bécquer. Pero sí
pudo descansar a orillas del Guadalquivir y a la sombra de la árabe torre,
aunque no con el musgo y las campanillas azules asomando por las grietas de su
sepulcro. Sevilla solicitó en abril de 1884 el traslado de sus restos para ser
depositados en el templo de la Universidad Literaria. Pero se opuso el director
general de Instrucción Pública don Aureliano Fernández Guerra. Pasaron unos
años y la Academia Sevillana de Buenas Letras gestionó de nuevo su traslado en
octubre de 1910.
Concedido el permiso hay que esperar esta
vez a que el Ayuntamiento sevillano cuente en sus presupuestos de 1912 con la
cantidad de cuatro mil pesetas para los gastos del traslado. Por fin, exhumados
sus restos y los de su hermano Valeriano, llegaron a Sevilla el 9 de abril de
1913, en una mañana lluviosa, que si a la muerte del poeta el sol de Sevilla se
ocultó en eclipse, al llegar sus restos el cielo de la ciudad que le vio nacer
se abrió en lluvia de llanto. Cuarenta y tres años hacía de la muerte de
Bécquer y treinta y uno de los esfuerzos fallidos de José Gestoso por traer a
Sevilla los restos del poeta.
Enterrado está desde entonces en la iglesia
de la Anunciación, Panteón Sevillano de Hombres Ilustres. Se lo recuerda al
visitante un ángel funerario, sin espada alguna, con el libro de las Rimas
en su mano izquierda y un escudo en su derecha, donde se lee: «En la cripta de
este templo yacen las cenizas del poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Por acuerdo e
iniciativa de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras fue erigido este
monumento a expensas del Ilmo. señor marqués de Casa Dalp. MCMXIV».
En su deseo de que figurase en la galería
de sevillanos ilustres de la Biblioteca Colombina el retrato de Gustavo Adolfo
Bécquer, José Gestoso regaló en 1879 una pintura, obra del pintor Sánchez
Barbudo, pero el cuadro fue relegado a un oscuro rincón, como la lira que evocó
el poeta.
Del salón en el ángulo
oscuro,
de su dueña tal vez
olvidada,
silenciosa y cubierta de
polvo,
veíase el arpa.
Gestoso recuperó el óleo en 1885 y lo
depositó en la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País. Pasados
unos años, cuando la figura de Bécquer se condensa en el recuerdo exclusivo y
siempre fresco de sus rimas y leyendas, el retrato de Bécquer fue colocado de
nuevo en la Biblioteca Colombina.
Cronica interesante de un poeta , muy querido en su ciudad de nacimiento por su misterioso duende
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